A los ocho años ganó la ceguera, como a él le gusta decir.
No fue una sorpresa. Su hermano Deh había tenido glaucoma y ya se había quedado
ciego antes de que a él le pasase. Con un año empezó a manifestar los mismos
síntomas que su hermano mayor: él también tenía glaucoma. Medio año más tarde
perdió la vista del ojo izquierdo.
La ceguera marcó su infancia, pero él lo vivió con mucha
naturalidad. Ser ciego afecta a cómo percibes el mundo, pero también a cómo los
demás te perciben a ti. Los niños empezaron a rechazarlo, a llamarlo tuerto y
otras cosas parecidas. Le encantaba el futbol, pero siempre acababa de portero
y no conseguía parar el balón ya que no veía la profundidad del campo.
Acabó jugando solo, recolocando maderas, y todo aquello con
lo que pudiera construir casa de pájaros o cosas así.
Se pasaba todo el tiempo con una muchacha que trabajaba
interna en su casa. Hasta los cuatro años, prácticamente se crio con ella. Por
eso, cuando vino su padre a llevársela, sintió que le arrancaban a su madre.
Con el tiempo entendió que la gente pasa por tu vida, te aporta lo que te tiene
que aportar, y se marcha.
Tras su marcha lo apuntaron a unas clases para aprender el
Corán. Las clases no eran en una mezquita, sino en un cuarto alquilado, se
llama Yemen. Sus padres lo mandaron allí porque era una especie de guardería
donde aprendía el Corán.
I
ban por la mañana después de desayunar. Después del rezo
del medio día regresaban a casa,
comían, estaban un rato y, a las tres, tenían que volver para quedarse
hasta las cinco y medio o seis. Les daban tablas de madera con versículos
escritos en tinta, que tenían que memorizar.
En Marruecos, sus padres le intentaron escolarizar en un
centro. Pero al no estar sentado en primera fija no llegaba a ver la pizarra.
Lo habían mandado allí sin explicar que él no veía bien porque de lo contrario
le habrían puesto problemas para aceptarlo. Lo volvieron a enviar al Yemen
hasta que se mudaron a España.
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