El seleccionador juvenil era Ángel Pardo. Duro e implacable
pero con un gran cariño por los jugadores. La preparación tanto física como
técnica durante aquellos dos meses fue un auténtico infierno, ya que entrenábamos
seis o siete horas al día. Tenía diecisiete años, estaba muy motivado y además
era el capitán.
Cuando faltaban dos semanas para los últimos descartes, el
entrenador le dio la mayor lección de su vida hasta ese momento. Era
bastante gamberro y salvaje por entonces. Aunque deportivamente era el líder
del equipo, por lo que respecta a su comportamiento y ejemplo para los demás no
era exactamente un buen capitán.
El seleccionador le llamó y le dijo
que tenía que dimitir de capitán por el mal comportamiento y que era el
primer descarte. Tenía que perdón a mis compañeros y ganarse el puesto. Se tuvo que tragar su orgullo y hacerlo tanto individualmente como públicamente.
Lo
hizo durante el desayuno. Jamás había sentido tanta vergüenza de sí mismo.
Aquel día le enseñó Ángel Pardo que no vale de nada ser muy bueno en lo que
haces si ello no va acompañado de un buen comportamiento personal. Le enseñó
que los líderes de un equipo no son los mejores jugadores sino los que son un
ejemplo en todos los sentidos para los demás.
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