En realidad, sus veranos eran muy cortos, por eso intentaba
aprovecharlos al máximo. Cuando regresó de ese campamento volvió a Madrid, y lo
primero que le dijo su entrenador es que había engordado un montón. Se
dedicaban a trabajar duro para el Campeonato del Mundo de Sudáfrica; tenía ese
objetivo en mente, y cada día se esforzaba más para intentar conseguirlo.
Una noche sus compañeros decidieron cambiarse de sitio en
unos sillones mientras cenaban. Se pusieron a correr. Corrió mucho, los
adelantó y tocó una mesa. Decidió pisarla para saltar al sofá. Pero había un
cristal con el que no contaba que, al romper con el pie, provocó que se le
clavara una esquirla. El cabreo de su entrenador no alcanzaba límites. Con 20
puntos recién puestos se tiraría a la piscina.
Cuando regresó, con sus dos platas y cuatro bronces, se
planteó las cosas. No estaba satisfecho. Su vida en Madrid era gris y pesada.
En la universidad le iba muy mal. Segundo de psicología se le estaba
resistiendo. Con los entrenamientos no estaba estudiando nada. Pero ya no era
el instituto, ya no podía aprobar sin estudiar. Suspendía las partes prácticas
porque estaba entrenando o compitiendo. A muchas asignaturas no podía ir y, los
profesores, lo suspendían por ello.
Empezó a entrar en una crisis. Cada vez odiaba más su vida.
Empezó a plantearse muchas cosas.
Pensaba que estudiar mal se le daba mal, que
no había aprendido técnicas para hacerlo mejor. Se planteó ponerse a trabajar,
pero no se imaginaba vendiendo cupones el resto de su vida.
Su vida personal tampoco le gustaba. Ya no tenía pareja, ni
apenas amigos en Madrid, porque se había dedicado a entrenar. Se sentía
completamente perdido.
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