Había jugado por un sueño y unos ideales. No había jugado
por dinero. No pensaba retirarse del baloncesto, era muy joven y no sabía qué
otra cosa hacer en aquel momento.
La vida no espera por nadie, cada día es una prueba, un paso
más en esa constante búsqueda para dar sentido a nuestra existencia. Cuando uno
se cae o tiene que superar situaciones adversas, hay que ser resolvente y
tratar de levantarse y reponerse cuanto antes.
Con esa mentalidad aterrizó en el aeropuerto de Venecia,
sólo unos días después de su salida del REAL Madrid para firmar un contrato con
el equipo Benettón de Treviso. Allí la
realidad era completamente distinta a la que había vivido en mis últimos años
en Madrid. Se encontró con una amabilidad y un trato exquisitos. Era una ciudad
pequeña y entrañable volcada con el baloncesto.
Los años que jugó fueron maravillosos en lo personal, pero
en lo deportivo su corazón estaba vacío y no podía dar lo mejor de sí mismo.
Seguía jugando, pero era como un robot. Sufrió mucho, porque estaba acostumbrado
a comprometerse, a dar todo lo que tenía en la cancha, pero veía que no lo
lograba porque no estaba completamente presente. No tenía la sensación de estar
traicionando a nadie porque daba lo mejor de sí mismo, pero solo
conseguía estar implicado física y mentalmente. Emocional y espiritualmente
estaba ausente.
Jugaba gracias a los automatismos adquiridos durante tantos
años. Con su salida del Real Madrid era como si hubiera muerto y no logró renacer como jugador aunque sí lo hizo en el terreno personal.
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