Aprendió a aceptar y a adaptarse, desde muy pequeño. Es lo
que pasa cuando no te queda otra opción. Los obstáculos por ser ciego empezaron
a aparecer muy pronto. Antes de empezar las clases se encontró con el rechazo
de parte de los profesores. Nunca habían tenido un invidente en el aula y
tenían dudas respecto a si él podría seguir las clases.
El primer día llegó sorteando, con el bastón, a cientos de
alumnos. Chavales que se apartaban a su paso al grito de: ‘¡Cuidado, un
ciego!’. Como quien ve a un fantasma.
Era el primer ciego de su edad con el que se encontraban.
Una vez sentado, sacó la máquina para tomar apuntes y esperó
a que aparecieran los demás. Sus compañeros alucinaban al ver a un ciego en
clase y hacían alguna broma al respecto. Él no sabía muy bien qué hacer y cómo
sentirse. El profesor también estaba desconcertado con su presencia. Entonces
llegó el director y les explicó que tenían un nuevo compañero que era ciego y
toda la historia.
Empezó la clase de matemáticas y les mandaron hacer
porcentajes y fracciones. De pronto, el profesor le preguntó que qué hacía, a
lo que le respondió que los ejercicios que les había mandado. Se preguntó por
el resultado y, cuando contestó, supo que era correcta porque el compañero de
al lado dijo: ‘¡Yo no le he dicho nada!’. Para convencerse, al rato, le hizo una
nueva pregunta; también le dio el resultado correcto.
Las clases continuaron con normalidad hasta que llegó la
hora del recreo. Todo el mundo salió en estampida y él se quedó pensando: ‘¿Y
ahora qué hago?’. Decidió comer algo, así que bajó a la cafetería a comprarse
un bocata. Si eres vergonzoso no te atreves a levantarte y participar en una
conversación o, simplemente, presentarte. Así que le quedaba esperando a que
alguien le prestase atención.
Con el tiempo aprendió a decir: ‘Pues no te pases que me voy
contigo’. O cosas parecidas, en plan simpático, con el fin de integrarse. Pero
eso sería más tarde, cuando desarrolló sus habilidades sociales. Muchos
remedios aparecen cuando aplicamos un poco de humor a las cosas.
Los días pasaban lentamente. Las clases le resultaron fáciles; a veces se dormía…pero
no se notaba mucho. Entre apuntes, recreos solitarios y meriendas en la
cafetería, pasaron dos meses. Poco a poco, se fue integrando. Suavizó su acento
y lo pasó a canario, eso también ayudó.
En noviembre encontró el punto de unión con un compañero de
clase: el deporte. Julián se enteró de que él hacia natación y eso le produjo
interés. Él jugaba al básquet, estuvieron charlando un buen rato sobre los
respectivos deportes, hasta que llegó la hora del recreo. En ese momento le
dijo: ‘Venga, vente con nosotros’. Aquella frase sonó a música celestial en su
cabeza.
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