Finalmente logró quedarse en el equipo y su motivación
estaba por las nubes. Su orgullo herido le decía que tenía que demostrarles a
todos quién era el verdadero líder del equipo, aunque ya no fuera más el
capitán.
Y empezó el campeonato. Fueron alternando buenos y malos
partidos, victorias y derrotas, hasta que llegaron al partido clave contra
Yugoslavia, en el que se jugaban el acceso a semifinales.
Faltaban pocos segundos para el final y tenía el balón en sus manos. Había jugado uno de los mejores partidos de su vida. Cuando intentó meter una última canasta los yugoslavos contraatacaron y encestaron. Se habían quedado fuera por su culpa y él solo quería desaparecer.
A pesar de su decepción por quedar fuera de las semifinales,
quedaban dos partidos por disputar. Los jugó muy bien porque tenía opciones de
ganar premios individuales y quería conseguirlos. Su egoísmo le mantenía a
flote. Al final quedaron sextos en el campeonato, un puesto un poco
decepcionante visto que estuvieron a una casta de llegar a semifinales y que el
nivel de los primeros era similar al nuestro.
Y llegó la ceremonia de clausura y la entrega de trofeos. Era consciente de que había jugado a un alto nivel; estaba en el quinteto ideal
y había sido de los máximos anotadores del campeonato. Faltaba el último trofeo
por entregar: el del mejor jugador. Se creía con posibilidades pero finalmente
se lo dieron a un compañero del equipo con el que tenía cierta rivalidad y
además no se llevaba bien. Realmente creía que era una contra fabulación contra
mí. Todo esto le sirvió como lección de vida para mejorar tanto en lo deportivo
como en lo humano.
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