Mientras aprendía más sobre él mismo, y sus habilidades
emocionales mejoraban, apareció un nuevo reto en el horizonte. Un día, en la
piscina, Oliver Rivero le dijo que si quería ir a los Juegos Olímpicos de
Atenas en el 2004; quedaba poco más de un año. Tenía dieciséis años y ganas de
comerse el mundo. Además contaba con la confianza de Oliver, que lo animaba a
mejorar y perseguir un sueño.
Al llegar a casa se lo dijo a su madre. Únicamente le
preguntó si podía ir él solo a esas horas. Le dijo que sí y, tras confirmar que
estaba seguro, le animó. No hubo grandes momentos como en las películas. Para
su familia, las competiciones y los premios les han alegrado, pero tampoco les
daban mucha importancia. Para ellos es solo Enhamed; ni más ni menos.
La misma persona que era antes de quedarse ciego. Si nada
cambió para ellos cuando perdió la visión, no iba a ser diferente después de
conseguir quince medallas de oro y varios récords olímpicos.
El 2004 fue uno de los años más duros de su vida. Se tenía
que levantar a las 05.12 porque de lo contrario no cogía el bus para llegar al
entrenamiento. Tenía que desayunar un yogur y un zumo, y salir a las 05:27,
tras haberse lavado la cara. Después se tenía que ir a clase. En el instituto
se dormía, pero a las 13:50 tenía que salir corriendo para llegar al siguiente
entrenamiento. La gente se asustaba de lo veloz que iba con el bastón. Debía de
ser alucinante verle.
Al regresar a casa tenía que hacer los deberes pero llegaba
molido y no hacía nada. Por si fuera poco, después empezó a entrenar los
sábados a las 8 de la mañana. La natación se convirtió en el centro de su vida.
Tanto esfuerzo le empezó a pasar factura: tenía fuertes
dolores en el hombro y empezó a sufrir insomnio. El estrés y la presión se
dejaban notar. Nada de aquello logró apartarle de su objetivo. Desde pequeño
había aprendido la importancia del trabajo duro, gracias al empleo de su padre.
En eso se podrían resumir sus dieciséis años. Su vida correr de un lado para
otro y entrenar muy duro.
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