A pesar de su adolescencia, y de las lecciones que le tocó
aprender cada día aunque no quisiera, su gran crisis no llegó hasta 2007. Un
mes antes del mundial lo dejó la novia que tenía. Al mes, se fue al mundial y,
cuando volvió, mermó toda su euforia. No solo fue consciente de que las marcas
habían sido muy malas. Tomó consciencia de que su universo afectivo se había
desmoronado.
Se tomó mucho tiempo para recuperarse de aquel golpe;
necesitaba encontrar quién era él. Curiosamente, la pregunta que le hizo un
niño tras volver de los Juegos Olímpicos le señaló el camino. Durante una
charla, una vocecilla inocente le preguntó algo extremadamente doloroso:
‘¿Renunciarías a las medallas por volver a ver?’
Y cayó en la cuenta de que si no hubiera quedado ciego no
hubiera podido vivir todas las cosas que había vivido. Fue consciente de que la
ceguera lo había obligado a salir de su casa. Entonces, comprendió que la
ceguera había sido un regalo en tanto que lo había ayudado a moverse,
trasladarse a Madrid y tener la oportunidad de conocer a un montón de gente.
Dejó de ver la ceguera como un obstáculo, como lo peor que
le había pasado en la vida. Era cierto que muchas veces te limitaba, porque
había cosas que él no podía hacer solo. Pero si eres consciente de ello y lo
vives con naturalidad, pides ayuda tranquilamente.
Si fuera posible que renunciase a las medallas y a los
récords del mundo, sin renunciar a la
experiencia, sí lo haría. Pero no es posible, porque los récords y las medallas
siempre van unidos a esa experiencia.
Esa diferencia por la que tanto lloró en su adolescencia y que no quería terminar de aceptar, a los 21 años se convirtió en uno de los pilares fundamentales de su vida. Recuperar la vista, ahora, le costaría porque sería cambiar parte de su identidad, de su forma de ver el mundo. Cuando se quedó ciego, las neuronas que se utilizaban para la vista, las emplean para sí mismos en el resto de los sentidos. Se produce lo que se entiende por sinestesia
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