-Oye, ¿Tú conoces a Ángel?- tartamudeó mientras se colocaba entre Caballo y la única puerta de salida-. ¿El profesor de la escuela tarahumara? ¿Y Esidro en Huisichi? Luna, Miguel...
Continuó disparando nombres, con la esperanza de que reconociera alguno antes de que lo empujara contra la pared y escapara hacia las colinas que había detrás del hotel. Pero mientras más hablaba, más fruncía el ceño, hasta adquirir una apariencia abiertamente amenazante.
Dado que no sabía en realidad qué era lo que lo ponía nervioso, empezó diciendo aquello que él no era. Le dijo que no era policía ni agente de la DEA. Era tan solo un escritor y un corredor lesionado que quería aprender los secretos de los tarahumaras. Si él era un fugitivo, era asunto suyo.
El ceño fruncido de Caballo no desapareció, pero tampoco intentó escapar de él. Sólo después descubriría lo extraordinariamente afortunado que había sido al cruzarse con él en un momento extraño de su muy extraña vida: a su manera. Caballo Blanco también me estaba buscando.
Tomaron asiento en una tambaleante mesa de madera en el cuarto de estar. Hazañas fantásticas de resistencia bajo un sol inmisericorde habían acercado a Caballo al lado salvaje. Sobrepasa el metro ochenta de altura, y su piel, originalmente clara.
El resplandor del desierto le había arrugado los ojos de tal forma que lucían permanentemente entrecerrados. Cuando Caballo te dirige su atención, lo hace con todas sus fuerzas; te escucha tan atentamente como un rastreador en busca de caza, consiguiendo, en apariencia, tanta información de su tono de voz como del significado de sus palabras.
La mirada agresiva que le había lanzado en el hotel no se debió a que estuviera interponiéndose entre él y la libertad, sino a que estaba interponiéndose entre él y la comida. Empezó a correr y siguió haciéndolo durante horas. Llegó hasta una montaña, pero en lugar de dar media vuelta, se empeñó en subir corriendo los 900 metros de altura, lo que equilvadría a subir el Empire State dos veces.
Una de las primeras y más importantes lecciones que aprendió de los tarahumaras fue a salir corriendo en cualquier momento. No quería agobiar a Caballo con preguntas todavía.
Su nombre era Micah True, según le dijo, y venía de Colorado.
Cuando Caballo empieza a hablar esta vez, le cautivó. Habló hasta muy tarde en la noche, contándome una historia asombrosa, que abarcaba los diez años desde que desapareció para el mundo exterior.
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