Llegaron a Creel bien entrada la noche, con el autobús sacudiéndose al parar, y con un silbido de frenos que parecía un suspiro de alivio. Fuera de la ventana, alcanzó a ver cómo se acercaba hacia nosotros, abriéndose paso en la oscuridad, el viejo sombrero de paja de Caballo.
No podía creer que habíamos atravesado el desierto de Chihuahua sin mayores problemas. Normalmente, las probabilidades que existían de cruzar la frontera y coger cuatro autobuses seguidos sin que ninguno se estropeara o avanzar a trompicones para retrasarse medio día eran las mismas que las de ganar el premio de una máquina tragaperras de Tijuana.
Durante los primero treinta segundo en Creel, Caballo recibió una ráfaga de conversación mayor a la que había tenido en todo un año. Sintió una punzada de lástima, pero solo una punzada. Ellos habían estado escuchando el remix de los Grandes Éxitos de Ted Descalzo durante las últimas quince horas. Ahora le tocaría a Caballo.
Uno no tenía siquiera que escuchar a Ted Descalzo para disfrutar de la coctelera que llevaba por cabeza, bastaba con verlo.
Cogieron sus mochilas y siguieron a Caballo a través de la única calle principal de Creel hacia el alojamiento que había encontrado para nosotros al final del pueblo. Estaban todos muertos de hambre y exhaustos después de un viaje tan largo, temblando en el frío de la meseta y añorando una cama caliente.
Corriendo descalzo, Ted hacía cinco millas y no sentía... Ni una punzada. Subió a una hora, dos horas. Meses después, Ted había logrado transformarse de un dolorido y temoroso no corredor en un maratonista descalzo tan rápido que había sido capaz de lograr lo que el 99,9 por ciento de los corredores nunca lograría clasificarse para la maratón de Boston.
De repente, debían pararse para hacer el juramento antes de cruzar al otro lado. Si querían entrar, tenían que hacer el juramento.
Caballo los llevó hasta la pequeña casa donde se habían conocido. Todos levantaron las cervezas y brindaron golpeando las latas con Caballo.
Después, los guió hasta un grupo de cabañas viejas al final del pueblo. Las habitaciones eran tan austeras como unas celdas pero estaban inmaculadas y calentitas gracias a las ramas que crepitaban en unas estufas de leña.
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