viernes, 11 de marzo de 2016

Capítulo 10

Buscaban a alguien que en el próximo marathon pudiera vencer a los ganadores últimos. Así que comenzaron con Ann Trason. Treinta y tres años. Profesora de ciencias en una universidad comunitaria de California. Si uno dice que puede distinguirla en medio de una multitud, o es su esposo o está mintiendo.

Ann era un poco baja, un poco delgada, un poco invisible detrás de sus mechones castaño claro, un poco lo que uno espera, básicamente, de una profesora de ciencias de una universidad comunitaria. Hasta que alguien daba un pistoletazo.

Ver a Ann salir disparada desde la línea de salida era como ver a un reportero remilgado quitarse las gafas para enfundarse su capa roja. Ann había hecho atletismo en la secundaria, pero se aburrió a muerte de 'dar vueltas como un hámster' una y otra vez a ese óvalo artificial, como ella dice, así que lo abandonó en la universidad para convertirse en bioquímica.

Durante años, corrió como una forma de evitar volverse loca: cuando se freía el cerebro estudiando, o cuando tras graduarse obtuvo un trabajo muy absorbente de investigadora en San Francisco.  No podían importarle menos las carreras; lo que la enganchaba era la alegría de escapar de la prisión.

Un sábado, Ann se despertó y corrió veinte millas. Se relajó desayunando, luego salió y corrió veinte más. Tenía algunos trabajos de fontanería que hacer en casa, así que tras la segunda carrera, fue en busca de su caja de herramientas y se puso manos a la obra.

Iba acumulando más millas que muchos maratonistas serios, así que allá por 1985, decidió que era hora de enfrentarse con algunos corredores de verdad. Correr en círculo durante tres horas por las calles de una ciudad sería como volver a dar vueltas como un hámster en la pista del colegio. Ann quería una competición lo suficientemente salvaje y divertida como para dejarse llevar.

Ann estaba loca por correr. Ann promediaba una ultramaratón cada dos meses, y había mantenido ese ritmo durante cuatro años. Pegándose esas palizas con tal frecuencia, debería haber estado destrozada, pero Ann tenía el poder de recuperación de un superhéroe mutante. Ganó veinte carreras a lo largo de esos cuatro años, y solo bajó al segundo puesto cuando, debiendo quedarse en el sofá con un paquete de Kleenex y una taza de sopa, corrió una ultramaratón de sesenta millas.

Ann no pudo ganar por completo ninguna de las grandes ultramaratones. Había vencido a todos los hombres y mujeres de la especialidad en carreras pequeñas, pero cuando tocaba el turno de las competicienos top, al menos un hombre se le adelantaba por unos pocos minutos. Pero no más.

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