Echó un vistazo alrededor y contó cabezas. Jenn y Billy, participantes en la carrera, estaban pidiendo cervezas. Detrás de ellos estaba Eric Orton, un entrenador de deportes de aventura de Wyoming que llevaba un buen tiempo estudiando a los tarahumaras y se había convertido en su proyecto personal de recuperación tras la catástrofe.
Alrededor de Scott se encontraban Luis Escobar y su padre, Joe Ramírez. Luis no solo era un ultramaratonista que había ganado la H.U.R.T. 100 y había corrido ya en Badwater, sino que era uno de los mejores fotógrafos deportivos del medio.
Nadie había conseguido fotografiar a los corredores tarahumara volando en su propio terreno y había una buena razón para ello: los tarahumaras corrían por diversión. Sus carreras eran espontáneas y privadas y absolutamente ocultas para el ojo foráneo. Pero si Caballo se salía con la suya, entonces unos pocos y afortunados demonios tendrían la oportunidad de cruzar la frontera tarahumara.
El padre de Luis, Joe, tenía el rostro de roble cincelado, la cola de caballo canosa y los anillos de turquesa de un sabio indio nativo americano, pero en realidad es un antiguo trabajador inmigrante, que a lo largo de sus sesenta y tantos años de trabajo duro había sido policía de carreteras de California.
Se había dedicado tanto a entrenar para la carrera, que había olvidado que el verdadero reto era sobrevivir al viaje. No tenía ni idea de dónde estaba realmente Caballo, o adónde les estaba llevando. Podía estar completamente loco o ser un feliz inepto, y el resultado hubiera sido el mismo: metidos en las barrancas, estaríamos muertos.
Tenía un montón de millas por delante y quería descansar todo lo que fuera posible. A diferencia de ellos, yo ya había estado allá abajo. Y sabía lo que nos esperaba.
Media hora después, los seis estaban sentados en la furgoneta del hotel atravesando a toda prisa las húmedas calles de la mañana de El Paso, en dirección a la frontera mexicana. Tenían que cruzar hasta Juárez, luego saltar de bus en bus atravesando el desierto de Chihuahua hasta el borde de las barrancas. Aun con la suerte de nuestro lado, tenían por delante por lo menos quince horas de destartalados autobuses mexicanos hasta llegar a Creel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario