Mientras más se alejaban, más le molestaba la idea de que la extraña historia de Caballo Blanco supusiera la última línea de defensa contra los forasteros que llegaban a fisgonear en los secretos de los tarahumaras.
Caballo Blanco parecí más un mito que un hombre, lo que le hacía pensar que Ángel se había cansado de sus preguntas, había imaginado un señuelo y les había lanzado hacia el horizonte, consciente de que tardaríamos unas buenas millas en espabilar.
No estaba siendo paranoico, no sería la primera vez que un cuento chino había sido utilizado para correr una cortina de humo alrededor de la Gente Que Corre. Carlos Castaneda, el autor de los tremendamente libros populares de Don Juan de los años sesenta, se estaba refiriendo casi incuestionablemente a los tarahumaras cuando hablaba de unos chamanes mexicanos poseedores de una sabiduría y fortaleza extraordinarias. Pero en un aparente ejercicio de compasión, Castaneda los identificó incorrectamente como los yaquis.
Un extraño incidente le ayudó a mantenerse al acecho. Ángel les había dejado pasar la noche en el único cuarto libre que tenía, una choza diminuta de ladrillos de barro que hacía las veces de enfermería de escuela.
Ángel se puso en pie y dividió a los niños en dos equipos de niños y niñas mezclados. Luego sacó dos pelotas de madera del tamaño de una bola de béisbol y le dio una a un jugador en cada equipo. Hizo una señal levantando seis dedos; los niños correrían seis vueltas desde la escuela hasta el río.
Los equipos parecían estar bastante parejos, pero su dinero se encontraba en parte del grupo liderado por Marcelino, un chico de doce años que recordaba a la Antorcha Humana con su camisa de un rojo brillante. Verlo correr era impresionante, tanto que era difícil asimilar todos sus movimientos a la vez. Nuestro protagonista se sentía como si hubiera descubierto el Futuro del Atletismo Americano, viviendo quinientos años en el pasado. Un chico tan talentoso y guapo había nacido para adornar con su cara las cajas de cereales.
El padre de Marcelino, Manuel Luna, era capaz de vencer a casi cualquiera en la versión adulta.
Pese a diferencia del resto de los corredores, Marcelino nunca parecía desacelerar. Era inagotable, flotando cuesta arriba tan ligero como cuando se dejaba llevar cuesta abajo. Se encontraba entre los más altos de los niños tarahumaras.
Salvador continuó exigiéndonos, corriendo durante todo el día a través del borde de la barranca. Casi lo consiguen, además. Pero cuando todavía les faltaban un par de horas por escalar, el sol se esfumó, y la barranca se sumó en una oscuridad tan profunda que todo lo que podía distinguir eran diferentes tonos de negro. Consideraron la posibilidad de extender nuestros sacos de dormir y acampar allí mismo por esa noche.
Hacia las diez de la noche, se acercaron al borde del acantilado y se arrastraron dentro de sus sacos de dormir, congelados y completamente agotados. A la mañana siguiente, se despertaron antes de que el sol saliera y subieron corriendo hasta la camioneta. Para cuando el alba rompió, se encontraron tras la supuesta, serpenteante y accidentada pista de Caballo Blanco.
Cada vez que llegaban a una granja, echaban el freno y preguntaban si alguien conocía a Caballo Blanco.
El último lugar donde había sido visto era el viejo pueblo minero de Creel, donde una mujer en un puesto de tacos les dijo que lo había visto esa misma mañana, alejándose hacia el final del pueblo, caminando sobre los rieles del tren. Recorrieron hasta el final de la vía, preguntando a todo el mundo, hasta que llegaron al último edificio: el hotel Casa Pérez.
Caballo Blanco parecí más un mito que un hombre, lo que le hacía pensar que Ángel se había cansado de sus preguntas, había imaginado un señuelo y les había lanzado hacia el horizonte, consciente de que tardaríamos unas buenas millas en espabilar.
No estaba siendo paranoico, no sería la primera vez que un cuento chino había sido utilizado para correr una cortina de humo alrededor de la Gente Que Corre. Carlos Castaneda, el autor de los tremendamente libros populares de Don Juan de los años sesenta, se estaba refiriendo casi incuestionablemente a los tarahumaras cuando hablaba de unos chamanes mexicanos poseedores de una sabiduría y fortaleza extraordinarias. Pero en un aparente ejercicio de compasión, Castaneda los identificó incorrectamente como los yaquis.
Un extraño incidente le ayudó a mantenerse al acecho. Ángel les había dejado pasar la noche en el único cuarto libre que tenía, una choza diminuta de ladrillos de barro que hacía las veces de enfermería de escuela.
Ángel se puso en pie y dividió a los niños en dos equipos de niños y niñas mezclados. Luego sacó dos pelotas de madera del tamaño de una bola de béisbol y le dio una a un jugador en cada equipo. Hizo una señal levantando seis dedos; los niños correrían seis vueltas desde la escuela hasta el río.
Los equipos parecían estar bastante parejos, pero su dinero se encontraba en parte del grupo liderado por Marcelino, un chico de doce años que recordaba a la Antorcha Humana con su camisa de un rojo brillante. Verlo correr era impresionante, tanto que era difícil asimilar todos sus movimientos a la vez. Nuestro protagonista se sentía como si hubiera descubierto el Futuro del Atletismo Americano, viviendo quinientos años en el pasado. Un chico tan talentoso y guapo había nacido para adornar con su cara las cajas de cereales.
El padre de Marcelino, Manuel Luna, era capaz de vencer a casi cualquiera en la versión adulta.
Pese a diferencia del resto de los corredores, Marcelino nunca parecía desacelerar. Era inagotable, flotando cuesta arriba tan ligero como cuando se dejaba llevar cuesta abajo. Se encontraba entre los más altos de los niños tarahumaras.
Salvador continuó exigiéndonos, corriendo durante todo el día a través del borde de la barranca. Casi lo consiguen, además. Pero cuando todavía les faltaban un par de horas por escalar, el sol se esfumó, y la barranca se sumó en una oscuridad tan profunda que todo lo que podía distinguir eran diferentes tonos de negro. Consideraron la posibilidad de extender nuestros sacos de dormir y acampar allí mismo por esa noche.
Hacia las diez de la noche, se acercaron al borde del acantilado y se arrastraron dentro de sus sacos de dormir, congelados y completamente agotados. A la mañana siguiente, se despertaron antes de que el sol saliera y subieron corriendo hasta la camioneta. Para cuando el alba rompió, se encontraron tras la supuesta, serpenteante y accidentada pista de Caballo Blanco.
Cada vez que llegaban a una granja, echaban el freno y preguntaban si alguien conocía a Caballo Blanco.
El último lugar donde había sido visto era el viejo pueblo minero de Creel, donde una mujer en un puesto de tacos les dijo que lo había visto esa misma mañana, alejándose hacia el final del pueblo, caminando sobre los rieles del tren. Recorrieron hasta el final de la vía, preguntando a todo el mundo, hasta que llegaron al último edificio: el hotel Casa Pérez.
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