Por fin, Caballo se lanzó a contar la historia que veníamos esperando desde hacía dos años. La razón era clara: a la mañana siguiente, todos se separarían y emprenderían el camino de vuelta a casa. Caballo no quería que olvidaran lo que habían compartido, así que por primera vez estaba revelando quién era en realidad.
Había nacido con el nombre de Michael Randall Hickaman, hijo de un sargento de artillería del Cuerpo de Marines. Dado que era un delgaducho solitario que constantemente tenía que defenderse en cada nuevo colegio al que llegaba, la prioridad del joven Mike pasaba por encontrar el centro más cercano de la Liga atlética de la policía y decidió apuntarse en clases de boxeo.
Los chicos más fuertes sonreían y chocaban sus guantes cuando veían a ese cretino de cabello largo y sedosos, pero dejaban de sonreír en el momento en que ese largo brazo izquierdo empezaba a golpearles la cara. Era un muchacho sensible que odiaba hacer daño a la gente, pero no evitó que llegará ser muy bueno en ello.
Mike se marchó a la Universidad Humboldt State para estudiar Historia de las Religiones Orientales e Historia de los Indios Nativos Americanos. A fin de poder pagar la matrícula, empezó a participar en peleas clandestinas bajo el nombre de El Cowboy Gitano. Era capaz de mantenerse en pie ante gigantescos pesos pesados negros, esquivando los golpes y abrazándose a ellos.
Tras unos años abriéndose camino en el mundo de las peleas clandestinas, el Cowboy reunió sus ganancias. Estaba buscando un sentido a su vida.
Durante una de sus carreras en busca de sentido, conoció a una bella joven de Seattle que se encontraba por ahí de vacaciones. No podían ser más diferentes el uno del otro, pero se enamoraron. Tras un año a la selva, decidieron volver al mundo.
Pronto, él y Melinda se establecerían en Colorado, y así podía correr por las montañas y conseguir peleas en las arenas de Denver.
Sin embargo, lo que ocurrió a continuación resume la vida entera de Caballo de entre todas las decisiones que había tenido que tomar, las más fáciles siempre habían sido aquellas en las que había tenido que elegir entre la prudencia y el orgullo.
Acababa de romperle la cara a un hombre en la televisión nacional, ¿y por qué? La carrera de Cowboy estaba a punto de subir como la espuma. Las ofertas empezaron a llover, tendría muchísimas oportunidades muy bien renumeradas para descubrir si amaba luchar o si luchaba para ser amado. Se retiró.
No tenía ni idea de si corría rápido o lento, si era talentoso o un desastre, hasta que un fin de semana del verano de 1986 condujohasta Laramie para hacer un intento en la Doble Maratón de las Montañas Rocosas. Sorprendió a todos, incluso a sí mismo, cuando ganó en seis horas y doce minutos, liquidando dos maratones seguidas en poco más de tres horas cada una. Para un tipo que deseaba aporrearse hasta la inconsciencia, las carreras extremas podían resultar un deporte tremendamente atractivo.
El resto de los participantes de la carrera se metió en el vehículo y cada uno intentaba acomodar su cuerpo dolorido de la mejor forma posible para soportar el viaje movidito que tenían por delante.
sábado, 12 de marzo de 2016
Capítulo 24
Treinta minutos para que comenzara la carrera. La subida de treinta y cinco millas hasta Urique, como Caballo había pronosticado. En media hora, tendría que hacerlo todo de nuevo sumando quince millas más. Caballo había diseñado un trayecto diabólico: teníamos que ascender y descender mil novecientos metros en un trayecto de cincuenta millas, exactamente la altitud que se alcanzaba en la primera mitad de la Leadville Trail 100. Caballo no era fan de los directores de Leadville, pero a la hora de elegir el terreno, era igual de despiadado.
Ahora, Caballo y el alcalde empezaron a ahuyentar bailarines de la calle y a llamar a los corredores a la línea de salida. Se reunieron todos, formando una colcha de retazos con sus diferentes rostros, cuerpos y atuendos.
De repente, se escuchó el gatillo: ¡Pum!
Los tarahumaras se limitaron a correr. El equipo de Urique partió como una manada, desapareciendo camino abajo en las sombras anteriores al amanecer. El salió lentamente, dejando que el pelotón se adelantara hasta encontrarse en la última posición. Hubiera sido genial tener algo de compañía, pero en ese momento se sintió más seguro estando solo.
Las primeras dos millas eran un paseo por tierra plana, fuera del pueblo y por un camino de tierra hasta el río.
Caballo iba a un cuarto de milla atrás, así que tenía una vista perfecta de Scott y los cazadores del Venado conforme reducían la ventaja con los tarahumaras de Urique en la colina al otro lado del río. Caballo estaba atónito: en el lapso de cuatro millas, el equipo de Urique había sacado una ventaja de cuatro minutos. No solo habían dejado atrás a los dos mejores corredores tarahumaras de su generación, sino también al mejor corredor montaña arriba de toda la historia de los ultramaratones occidentales.
Los tarahumaras de Urique estaban atajando por caminos secundarios y recortando la ruta. En lugar de furia, Caballo sintió lástima por ellos. Se dio cuenta de que los tarahumaras de Urique habían perdido el viejo estilo, y con él se había ido también su confianza. Los disculpaba como amigo, pero no como director de la carrera, así que anunció que estaban descalificados.
Conforme ascendía por la montaña, el sol golpeaba con más fuerza pero, tras el frío de la madrugada, resultaba más estimulante que agobiante. Comenzó a embriagarse con la vista que tenía alrededor, observando cómo el sol se alzaba sobre la falda de la montaña, tiñendo el río de dorado. En breve se encontraría a la altura de esa cima.
El único rival era el camino. Nadie más. Solo el camino. Antes de empezar el ascenso a Los Alisos se detuvo para tranquilizarse. Metió la cabeza en el río y la mantuvo ahí, con la esperanza de que el agua le enfriara las ideas y el oxígeno se devolviera de golpe a la realidad. Acababa de llegar a la mitad del camino, y solo había tardado cuatro horas. Estaba tan encima de sus posibilidades que empezaba a ponerse competitivo.
A lo lejos, el río parecía un dibujo de tiza descolorido. No podía creer que hubiera corrido esa distancia. Ni que estuviera a punto de volver a hacerlo.
El ruido de su respiración agitada, producida por el esfuerzo de la escalada, empezó a perder volumen cuando se sentó.
Desde lo alto de la colina, podía ver el centellear de las luces verdes y rojas que colgaban del camino hacia Urique. El sol se había puesto, lo que le había dejado corriendo a través del crepúsculo gris plata de las barrancas, un brillo como de luna que se posaba, invariable, haciendo que todo excepto uno mismo pareciera detenido en el tiempo.
Había tardado más de doce horas, lo que significaba que Arnulfo y Scott podrían haber hecho el recorrido una vez más y aun así me habrían ganado.
Ahora, Caballo repartiría los premios en metálico emocionado. Estaba satisfecho viendo cómo su sueño se hacía realidad delante de sus ojos.
Ahora, Caballo y el alcalde empezaron a ahuyentar bailarines de la calle y a llamar a los corredores a la línea de salida. Se reunieron todos, formando una colcha de retazos con sus diferentes rostros, cuerpos y atuendos.
De repente, se escuchó el gatillo: ¡Pum!
Los tarahumaras se limitaron a correr. El equipo de Urique partió como una manada, desapareciendo camino abajo en las sombras anteriores al amanecer. El salió lentamente, dejando que el pelotón se adelantara hasta encontrarse en la última posición. Hubiera sido genial tener algo de compañía, pero en ese momento se sintió más seguro estando solo.
Las primeras dos millas eran un paseo por tierra plana, fuera del pueblo y por un camino de tierra hasta el río.
Caballo iba a un cuarto de milla atrás, así que tenía una vista perfecta de Scott y los cazadores del Venado conforme reducían la ventaja con los tarahumaras de Urique en la colina al otro lado del río. Caballo estaba atónito: en el lapso de cuatro millas, el equipo de Urique había sacado una ventaja de cuatro minutos. No solo habían dejado atrás a los dos mejores corredores tarahumaras de su generación, sino también al mejor corredor montaña arriba de toda la historia de los ultramaratones occidentales.
Los tarahumaras de Urique estaban atajando por caminos secundarios y recortando la ruta. En lugar de furia, Caballo sintió lástima por ellos. Se dio cuenta de que los tarahumaras de Urique habían perdido el viejo estilo, y con él se había ido también su confianza. Los disculpaba como amigo, pero no como director de la carrera, así que anunció que estaban descalificados.
Conforme ascendía por la montaña, el sol golpeaba con más fuerza pero, tras el frío de la madrugada, resultaba más estimulante que agobiante. Comenzó a embriagarse con la vista que tenía alrededor, observando cómo el sol se alzaba sobre la falda de la montaña, tiñendo el río de dorado. En breve se encontraría a la altura de esa cima.
El único rival era el camino. Nadie más. Solo el camino. Antes de empezar el ascenso a Los Alisos se detuvo para tranquilizarse. Metió la cabeza en el río y la mantuvo ahí, con la esperanza de que el agua le enfriara las ideas y el oxígeno se devolviera de golpe a la realidad. Acababa de llegar a la mitad del camino, y solo había tardado cuatro horas. Estaba tan encima de sus posibilidades que empezaba a ponerse competitivo.
A lo lejos, el río parecía un dibujo de tiza descolorido. No podía creer que hubiera corrido esa distancia. Ni que estuviera a punto de volver a hacerlo.
El ruido de su respiración agitada, producida por el esfuerzo de la escalada, empezó a perder volumen cuando se sentó.
Desde lo alto de la colina, podía ver el centellear de las luces verdes y rojas que colgaban del camino hacia Urique. El sol se había puesto, lo que le había dejado corriendo a través del crepúsculo gris plata de las barrancas, un brillo como de luna que se posaba, invariable, haciendo que todo excepto uno mismo pareciera detenido en el tiempo.
Había tardado más de doce horas, lo que significaba que Arnulfo y Scott podrían haber hecho el recorrido una vez más y aun así me habrían ganado.
Ahora, Caballo repartiría los premios en metálico emocionado. Estaba satisfecho viendo cómo su sueño se hacía realidad delante de sus ojos.
Capítulo 23
Para cuando terminaron de desayunar el primer día, ya habían sido introducidos en la vida social del pueblo Urijo. Era un paisaje tremendamente escarpado y con vecinos tarahumaras.
Ahora, por primera vez, un grupo de exóticos corredores foráneos había hecho todo ese viaje para medirse contra ambos, así que se había convertido en mucho más que una carrera: para la gente de Urique, era una oportunidad única en la vida de demostrar al mundo exterior de qué estaban hechos.
Incluso Caballo estaba sorprendido de descubrir que la carrera había sobrepasado sus expectativas y se estaba convirtiendo en la Ultimate Fighting Competition de las ultramaratones clandestinas.
Los aldeanos de Urique habían crecido admirando a los tarahumaras.
El pequeño pueblo de Urique tenía un solo restaurante, pero cuando llevaba las riendas Mamá Tita, uno es más que suficiente. A lo largo de cuatro días, desde que el sol rompía hasta la medianoche, esta alegre mujer de sesenta y tantos años mantuvo la llama de los cuatro fogones de gas a toda mecha, mientras iba y venía de un lado a otro de la cocina que ardía como un cuarto de calderas y de la que no dejaba de sacar montañas de comida para los corredores de Caballo.
Ahora, por primera vez, un grupo de exóticos corredores foráneos había hecho todo ese viaje para medirse contra ambos, así que se había convertido en mucho más que una carrera: para la gente de Urique, era una oportunidad única en la vida de demostrar al mundo exterior de qué estaban hechos.
Incluso Caballo estaba sorprendido de descubrir que la carrera había sobrepasado sus expectativas y se estaba convirtiendo en la Ultimate Fighting Competition de las ultramaratones clandestinas.
Los aldeanos de Urique habían crecido admirando a los tarahumaras.
El pequeño pueblo de Urique tenía un solo restaurante, pero cuando llevaba las riendas Mamá Tita, uno es más que suficiente. A lo largo de cuatro días, desde que el sol rompía hasta la medianoche, esta alegre mujer de sesenta y tantos años mantuvo la llama de los cuatro fogones de gas a toda mecha, mientras iba y venía de un lado a otro de la cocina que ardía como un cuarto de calderas y de la que no dejaba de sacar montañas de comida para los corredores de Caballo.
Capítulo 22
Se suponía que en media hora debían ponerse en marcha para su encuentro con los tarahumaras. Meses atrás, Caballo les había dicho que les dieran alcance en una pequeña cañada de árboles en la subida a las montañas Batopilas. El plan era subir y cruzar la cumbre, para luego bajar por la parte de trasera de la montaña y cruzar el río hasta la aldea de Urique. No sabía qué haría Caballo si los tarahumaras no aparecían, ni qué haría él si sí lo hacía.
Se levantó y ayudó a Caballo a despertar al resto. La noche anterior, un amigo de Caballo había cargado su equipaje en un burro y había partido en dirección a Urique, así que todo lo que debían llevar era gua y comida suficiente para el trayecto.
Caballo los conducía a través de un delgado camino que rodeaba la orilla. Iban en fila y a paso ligero. Para cuando amaneció, habían dejado el río atrás e iban montaña arriba. Caballo estaba yendo rápido, incluso más que el día anterior. Comieron en el camino, masticando trocitos de tortillas y barritas energéticas, y bebiendo tragos cortos de agua, por si tuviera que durar todo el día. Era como si se estuvieran sumergiendo en un océano verde sin fondo.
Capítulo 21
Tan pronto regresó a las barrancas, empezó a aplicar las lecciones de Caballo. Estaba impaciente por atarse las zapatillas cada mañana e intentar recobrar aquello que había sentido en las colinas de Creel, donde correr detrás de Caballo había hecho las millas tan sencillas, ligeras, suaves y rápidas que no quería parar.
Ya de vuelta, cuando corría proyectaba en la cabeza su propia película mental de Caballo en acción, recordando la manera en que flotaba por las colinas como si estuviera siendo raptado por alienígenas.
Después de dos meses, corría seis millas diarias y diez el sábado o domingo. Su estilo no podía llamarse suave, pero sí se encontraba en un lugar intermedio entre 'fácil' y 'ligero'.
A finales de la primavera, llegó la hora de ponerse a prueba. Gracias a un amigo guardabosque dio con la oportunidad perfecta: un viaje de tres días para correr cincuenta millas por el Río Sin Retorno de Idaho. El escenario era perfecto.
Cuando tres días después se las arregló para bajar la última colina pese al dolor que sentía, al final casi no podía caminar. Llegó cojeando hasta el arrollo y se sentó allí, intentando calmarse a la par que se se preguntaba qué problema había con él. Había tardado tres días en correr la misma distancia del trayecto que había hecho con Caballo, y había terminado con uno de los tendones de Aquiles desgarrados.
Se preguntaba ¿cómo era posible que Caballo pudiera pegarse carreras cuesta abajo más largas que el Gran Cañón llevando sandalias viejas, mientras que él no podía correr tranquilamente unos pocos meses sin una lesión grave?
¿En qué estaba fallando? Se encontraba en peor forma que cuando empezó. No solo no podía correr con los tarahumaras, sino que empezaba a dudar de que la fascitis plantar fuera a dejarle siquiera acercarse a la línea de salida.
Unas semanas después, un hombre con la pierna derecha torcida por debajo de la rodilla, se le acercó cojeando con una cuerda. Le ató la cuerda a la cintura y la tensó. '¡VAMOS!' gritó. Se dobló sobre la cuerda, agitando las piernas conforme lo arrastraba. Soltó la cuerda y salió disparado. 'Cada vez que corras debes recordar la sensación de la cuerda tensada. Ayudará a que mantengas los pies debajo de tu cuerpo, tus caderas dirigidas hacia delante y tus talones fuera de la imagen'.
Por primera vez en su vida, aguardaba las carreras larguísimas no con temor sino con ilusión. Sentía que había nacido para correr. Y, según tres científicos inconformistas, así era.
Ya de vuelta, cuando corría proyectaba en la cabeza su propia película mental de Caballo en acción, recordando la manera en que flotaba por las colinas como si estuviera siendo raptado por alienígenas.
Después de dos meses, corría seis millas diarias y diez el sábado o domingo. Su estilo no podía llamarse suave, pero sí se encontraba en un lugar intermedio entre 'fácil' y 'ligero'.
A finales de la primavera, llegó la hora de ponerse a prueba. Gracias a un amigo guardabosque dio con la oportunidad perfecta: un viaje de tres días para correr cincuenta millas por el Río Sin Retorno de Idaho. El escenario era perfecto.
Cuando tres días después se las arregló para bajar la última colina pese al dolor que sentía, al final casi no podía caminar. Llegó cojeando hasta el arrollo y se sentó allí, intentando calmarse a la par que se se preguntaba qué problema había con él. Había tardado tres días en correr la misma distancia del trayecto que había hecho con Caballo, y había terminado con uno de los tendones de Aquiles desgarrados.
Se preguntaba ¿cómo era posible que Caballo pudiera pegarse carreras cuesta abajo más largas que el Gran Cañón llevando sandalias viejas, mientras que él no podía correr tranquilamente unos pocos meses sin una lesión grave?
¿En qué estaba fallando? Se encontraba en peor forma que cuando empezó. No solo no podía correr con los tarahumaras, sino que empezaba a dudar de que la fascitis plantar fuera a dejarle siquiera acercarse a la línea de salida.
Unas semanas después, un hombre con la pierna derecha torcida por debajo de la rodilla, se le acercó cojeando con una cuerda. Le ató la cuerda a la cintura y la tensó. '¡VAMOS!' gritó. Se dobló sobre la cuerda, agitando las piernas conforme lo arrastraba. Soltó la cuerda y salió disparado. 'Cada vez que corras debes recordar la sensación de la cuerda tensada. Ayudará a que mantengas los pies debajo de tu cuerpo, tus caderas dirigidas hacia delante y tus talones fuera de la imagen'.
Por primera vez en su vida, aguardaba las carreras larguísimas no con temor sino con ilusión. Sentía que había nacido para correr. Y, según tres científicos inconformistas, así era.
viernes, 11 de marzo de 2016
Capítulo 20
Acaban de llegar a Batopilas, un viejo pueblo minero clavado dos mil cuatrocientos metros por debajo del filo del cañón. Fue fundado cuatrocientos años atrás, cuando los exploradores españoles descubrieron mineral de plata en el río, y no ha cambiado mucho desde entonces.
Echaron un vistazo a su alrededor y lo único que alcanzaron a ver eran las ruinas de una vieja misión al otro lado del río. Era la casa de Caballo. No tenía techo y sus paredes estaban desmoronándose, cayendo sobre el cañón colorado del que habían salido, como un castillo de arena derrumbándose. Era perfecto; Caballo había encontrado el hogar ideal para un fantasma viviente. Yo solo podía imaginar cuán perturbador debía de ser pasar por allí de noche.
Señaló detrás de ellos un camino. Caballo empezó a escalar, y ellos detrás de él, sujetándose a la maleza para no perder el equilibrio según resbalaban y escarban por el camino de piedra.
Estaba ansioso por alimentarlos y deshacerse de ellos para poder dormir un poco. Los próximos días iban a necesitar toda la energía con que contaban y ninguno había descansado demasiado desde el Paso. Les llevó de vuelta por el pasadizo secreto y a través de la carretera hasta una pequeña tienda llevada desde la ventana de una casa; uno asomaba la cabeza, y si el dependiente Mario tenía aquello que uno necesitaba se lo daba.
Ahora era el momento de llevarlos a una pequeña excursión de calentamiento, según dijo. Tan solo un paseo a una montaña cercana para hacernos probar un bocado del terreno al que tendríamos que enfrentarnos durante la carrera.
Como una milla después, Caballo tomó una pendiente rocosa, erosionada, que subía hacia la montaña. Eric y él bajaron la velocidad y empezaron a caminar, siguiendo el credo del ultramaratonista.
Se estabilizaron en un paso moderado, retrasándose mientras el resto cogía a toda velocidad las curvas en zigzag. Correr cuesta abajo puede fastidiarte los cuádriceps, por no hablar de los tobillos, así que el truco consiste en pretender que estás corriendo cuesta arriba: mantener los pies justo debajo del cuerpo, como un leñador corriendo sobre un tronco, y controlar la velocidad reclinándote y acortando la zancada.
Una media hora después, Caballo volvió corriendo a Batopilas, con la cara roja y bañado en sudor. Se había perdido en una de las bifurcaciones del desfiladero y se había dado cuenta de lo inútil de su misión de rescate, así que había regresado al pueblo en busca de ayuda. Cuando los vio a Eric y a él y a los dos jóvenes talentos de la ultramaratón, exhaustos y afligidos sobre el bordillo, supo lo que Caballo estaba pensando antes de que abriera la boca.
Echaron un vistazo a su alrededor y lo único que alcanzaron a ver eran las ruinas de una vieja misión al otro lado del río. Era la casa de Caballo. No tenía techo y sus paredes estaban desmoronándose, cayendo sobre el cañón colorado del que habían salido, como un castillo de arena derrumbándose. Era perfecto; Caballo había encontrado el hogar ideal para un fantasma viviente. Yo solo podía imaginar cuán perturbador debía de ser pasar por allí de noche.
Señaló detrás de ellos un camino. Caballo empezó a escalar, y ellos detrás de él, sujetándose a la maleza para no perder el equilibrio según resbalaban y escarban por el camino de piedra.
Estaba ansioso por alimentarlos y deshacerse de ellos para poder dormir un poco. Los próximos días iban a necesitar toda la energía con que contaban y ninguno había descansado demasiado desde el Paso. Les llevó de vuelta por el pasadizo secreto y a través de la carretera hasta una pequeña tienda llevada desde la ventana de una casa; uno asomaba la cabeza, y si el dependiente Mario tenía aquello que uno necesitaba se lo daba.
Ahora era el momento de llevarlos a una pequeña excursión de calentamiento, según dijo. Tan solo un paseo a una montaña cercana para hacernos probar un bocado del terreno al que tendríamos que enfrentarnos durante la carrera.
Como una milla después, Caballo tomó una pendiente rocosa, erosionada, que subía hacia la montaña. Eric y él bajaron la velocidad y empezaron a caminar, siguiendo el credo del ultramaratonista.
Se estabilizaron en un paso moderado, retrasándose mientras el resto cogía a toda velocidad las curvas en zigzag. Correr cuesta abajo puede fastidiarte los cuádriceps, por no hablar de los tobillos, así que el truco consiste en pretender que estás corriendo cuesta arriba: mantener los pies justo debajo del cuerpo, como un leñador corriendo sobre un tronco, y controlar la velocidad reclinándote y acortando la zancada.
Una media hora después, Caballo volvió corriendo a Batopilas, con la cara roja y bañado en sudor. Se había perdido en una de las bifurcaciones del desfiladero y se había dado cuenta de lo inútil de su misión de rescate, así que había regresado al pueblo en busca de ayuda. Cuando los vio a Eric y a él y a los dos jóvenes talentos de la ultramaratón, exhaustos y afligidos sobre el bordillo, supo lo que Caballo estaba pensando antes de que abriera la boca.
Capítulo 19
Llevaba doce horas intentándolo. Caballo estaba tan estresado que había pasado la noche entera dando vueltas en la cama con un dolor de cabeza producto de la ansiedad. Para empezar, el solo hecho de estar en Creel era suficiente para alterarlo hasta el límite.
Pero sobre todo, no estaba acostumbrado a hacerse cargo de nadie que no fuera el tipo que se calzaba sus sandalias. Ahora que tenía que velar por ellos, la aprensión le estaba oprimiendo el pecho con fuerza. Le había costado diez años ganarse la confianza de los tarahumaras y podía irse abajo en diez minutos. Caballo imaginó a Ted Descalzo y Jenn hablando sin parar en los oídos de unos incomprensivos tarahumaras.. Luis y su padre disparando el flash de sus cámaras sobre sus ojos... Eric y él hostigándole con preguntas. Una pesadilla.
Dejaron atrás el toldo de árboles justo cuando estaba saliendo el sol por encima de los cerros de rocas gigantes.
Ya habían corrido seis millas por la cima de la meseta y estaban regresando a Creel cuando una delgada sombra negra apareció de entre los arboles. Caballo estaba acercándose: después de que el resto le diera alcance, había seguido su camino hacia nosotros, mientras ellos se tomaban un respiro y posaban para la cámara de Luis.
Caballo había cambiado de opinión y había decidido unirse de nuevo. Estaba sonriendo por primera vez desde que se habían bajado del autobús.
Nueve meses de entrenamiento tarahumara habían hecho maravillas: pesaba once kilos menos y corría con facilidad por un camino que antes se había matado. A pesar de todas las millas caminadas se sentía ligero, suelto y ansioso por más. Sobre todo, por primera vez en una década no estaba tratándose de ningún tipo de lesión.
De vuelta en las cabañas, empezaron a meter sus cosas en las mochilas. Les dijo al resto dónde podían conseguir algo para desayunar y fue a echar un vistazo a la cabaña de Caballo.
En breve, estarían serpentenado a través del bosque, avanzando hacia el viejo pueblo minero de La Bufa y, desde ahí, hasta el final del trayecto a la aldea de Batopilas, al pie del cañón.
Pero sobre todo, no estaba acostumbrado a hacerse cargo de nadie que no fuera el tipo que se calzaba sus sandalias. Ahora que tenía que velar por ellos, la aprensión le estaba oprimiendo el pecho con fuerza. Le había costado diez años ganarse la confianza de los tarahumaras y podía irse abajo en diez minutos. Caballo imaginó a Ted Descalzo y Jenn hablando sin parar en los oídos de unos incomprensivos tarahumaras.. Luis y su padre disparando el flash de sus cámaras sobre sus ojos... Eric y él hostigándole con preguntas. Una pesadilla.
Dejaron atrás el toldo de árboles justo cuando estaba saliendo el sol por encima de los cerros de rocas gigantes.
Ya habían corrido seis millas por la cima de la meseta y estaban regresando a Creel cuando una delgada sombra negra apareció de entre los arboles. Caballo estaba acercándose: después de que el resto le diera alcance, había seguido su camino hacia nosotros, mientras ellos se tomaban un respiro y posaban para la cámara de Luis.
Caballo había cambiado de opinión y había decidido unirse de nuevo. Estaba sonriendo por primera vez desde que se habían bajado del autobús.
Nueve meses de entrenamiento tarahumara habían hecho maravillas: pesaba once kilos menos y corría con facilidad por un camino que antes se había matado. A pesar de todas las millas caminadas se sentía ligero, suelto y ansioso por más. Sobre todo, por primera vez en una década no estaba tratándose de ningún tipo de lesión.
De vuelta en las cabañas, empezaron a meter sus cosas en las mochilas. Les dijo al resto dónde podían conseguir algo para desayunar y fue a echar un vistazo a la cabaña de Caballo.
En breve, estarían serpentenado a través del bosque, avanzando hacia el viejo pueblo minero de La Bufa y, desde ahí, hasta el final del trayecto a la aldea de Batopilas, al pie del cañón.
Capítulo 18
Llegaron a Creel bien entrada la noche, con el autobús sacudiéndose al parar, y con un silbido de frenos que parecía un suspiro de alivio. Fuera de la ventana, alcanzó a ver cómo se acercaba hacia nosotros, abriéndose paso en la oscuridad, el viejo sombrero de paja de Caballo.
No podía creer que habíamos atravesado el desierto de Chihuahua sin mayores problemas. Normalmente, las probabilidades que existían de cruzar la frontera y coger cuatro autobuses seguidos sin que ninguno se estropeara o avanzar a trompicones para retrasarse medio día eran las mismas que las de ganar el premio de una máquina tragaperras de Tijuana.
Durante los primero treinta segundo en Creel, Caballo recibió una ráfaga de conversación mayor a la que había tenido en todo un año. Sintió una punzada de lástima, pero solo una punzada. Ellos habían estado escuchando el remix de los Grandes Éxitos de Ted Descalzo durante las últimas quince horas. Ahora le tocaría a Caballo.
Uno no tenía siquiera que escuchar a Ted Descalzo para disfrutar de la coctelera que llevaba por cabeza, bastaba con verlo.
Cogieron sus mochilas y siguieron a Caballo a través de la única calle principal de Creel hacia el alojamiento que había encontrado para nosotros al final del pueblo. Estaban todos muertos de hambre y exhaustos después de un viaje tan largo, temblando en el frío de la meseta y añorando una cama caliente.
Corriendo descalzo, Ted hacía cinco millas y no sentía... Ni una punzada. Subió a una hora, dos horas. Meses después, Ted había logrado transformarse de un dolorido y temoroso no corredor en un maratonista descalzo tan rápido que había sido capaz de lograr lo que el 99,9 por ciento de los corredores nunca lograría clasificarse para la maratón de Boston.
De repente, debían pararse para hacer el juramento antes de cruzar al otro lado. Si querían entrar, tenían que hacer el juramento.
Caballo los llevó hasta la pequeña casa donde se habían conocido. Todos levantaron las cervezas y brindaron golpeando las latas con Caballo.
Después, los guió hasta un grupo de cabañas viejas al final del pueblo. Las habitaciones eran tan austeras como unas celdas pero estaban inmaculadas y calentitas gracias a las ramas que crepitaban en unas estufas de leña.
No podía creer que habíamos atravesado el desierto de Chihuahua sin mayores problemas. Normalmente, las probabilidades que existían de cruzar la frontera y coger cuatro autobuses seguidos sin que ninguno se estropeara o avanzar a trompicones para retrasarse medio día eran las mismas que las de ganar el premio de una máquina tragaperras de Tijuana.
Durante los primero treinta segundo en Creel, Caballo recibió una ráfaga de conversación mayor a la que había tenido en todo un año. Sintió una punzada de lástima, pero solo una punzada. Ellos habían estado escuchando el remix de los Grandes Éxitos de Ted Descalzo durante las últimas quince horas. Ahora le tocaría a Caballo.
Uno no tenía siquiera que escuchar a Ted Descalzo para disfrutar de la coctelera que llevaba por cabeza, bastaba con verlo.
Cogieron sus mochilas y siguieron a Caballo a través de la única calle principal de Creel hacia el alojamiento que había encontrado para nosotros al final del pueblo. Estaban todos muertos de hambre y exhaustos después de un viaje tan largo, temblando en el frío de la meseta y añorando una cama caliente.
Corriendo descalzo, Ted hacía cinco millas y no sentía... Ni una punzada. Subió a una hora, dos horas. Meses después, Ted había logrado transformarse de un dolorido y temoroso no corredor en un maratonista descalzo tan rápido que había sido capaz de lograr lo que el 99,9 por ciento de los corredores nunca lograría clasificarse para la maratón de Boston.
De repente, debían pararse para hacer el juramento antes de cruzar al otro lado. Si querían entrar, tenían que hacer el juramento.
Caballo los llevó hasta la pequeña casa donde se habían conocido. Todos levantaron las cervezas y brindaron golpeando las latas con Caballo.
Después, los guió hasta un grupo de cabañas viejas al final del pueblo. Las habitaciones eran tan austeras como unas celdas pero estaban inmaculadas y calentitas gracias a las ramas que crepitaban en unas estufas de leña.
Capítulo 17
Echó un vistazo alrededor y contó cabezas. Jenn y Billy, participantes en la carrera, estaban pidiendo cervezas. Detrás de ellos estaba Eric Orton, un entrenador de deportes de aventura de Wyoming que llevaba un buen tiempo estudiando a los tarahumaras y se había convertido en su proyecto personal de recuperación tras la catástrofe.
Alrededor de Scott se encontraban Luis Escobar y su padre, Joe Ramírez. Luis no solo era un ultramaratonista que había ganado la H.U.R.T. 100 y había corrido ya en Badwater, sino que era uno de los mejores fotógrafos deportivos del medio.
Nadie había conseguido fotografiar a los corredores tarahumara volando en su propio terreno y había una buena razón para ello: los tarahumaras corrían por diversión. Sus carreras eran espontáneas y privadas y absolutamente ocultas para el ojo foráneo. Pero si Caballo se salía con la suya, entonces unos pocos y afortunados demonios tendrían la oportunidad de cruzar la frontera tarahumara.
El padre de Luis, Joe, tenía el rostro de roble cincelado, la cola de caballo canosa y los anillos de turquesa de un sabio indio nativo americano, pero en realidad es un antiguo trabajador inmigrante, que a lo largo de sus sesenta y tantos años de trabajo duro había sido policía de carreteras de California.
Se había dedicado tanto a entrenar para la carrera, que había olvidado que el verdadero reto era sobrevivir al viaje. No tenía ni idea de dónde estaba realmente Caballo, o adónde les estaba llevando. Podía estar completamente loco o ser un feliz inepto, y el resultado hubiera sido el mismo: metidos en las barrancas, estaríamos muertos.
Tenía un montón de millas por delante y quería descansar todo lo que fuera posible. A diferencia de ellos, yo ya había estado allá abajo. Y sabía lo que nos esperaba.
Media hora después, los seis estaban sentados en la furgoneta del hotel atravesando a toda prisa las húmedas calles de la mañana de El Paso, en dirección a la frontera mexicana. Tenían que cruzar hasta Juárez, luego saltar de bus en bus atravesando el desierto de Chihuahua hasta el borde de las barrancas. Aun con la suerte de nuestro lado, tenían por delante por lo menos quince horas de destartalados autobuses mexicanos hasta llegar a Creel.
Alrededor de Scott se encontraban Luis Escobar y su padre, Joe Ramírez. Luis no solo era un ultramaratonista que había ganado la H.U.R.T. 100 y había corrido ya en Badwater, sino que era uno de los mejores fotógrafos deportivos del medio.
Nadie había conseguido fotografiar a los corredores tarahumara volando en su propio terreno y había una buena razón para ello: los tarahumaras corrían por diversión. Sus carreras eran espontáneas y privadas y absolutamente ocultas para el ojo foráneo. Pero si Caballo se salía con la suya, entonces unos pocos y afortunados demonios tendrían la oportunidad de cruzar la frontera tarahumara.
El padre de Luis, Joe, tenía el rostro de roble cincelado, la cola de caballo canosa y los anillos de turquesa de un sabio indio nativo americano, pero en realidad es un antiguo trabajador inmigrante, que a lo largo de sus sesenta y tantos años de trabajo duro había sido policía de carreteras de California.
Se había dedicado tanto a entrenar para la carrera, que había olvidado que el verdadero reto era sobrevivir al viaje. No tenía ni idea de dónde estaba realmente Caballo, o adónde les estaba llevando. Podía estar completamente loco o ser un feliz inepto, y el resultado hubiera sido el mismo: metidos en las barrancas, estaríamos muertos.
Tenía un montón de millas por delante y quería descansar todo lo que fuera posible. A diferencia de ellos, yo ya había estado allá abajo. Y sabía lo que nos esperaba.
Media hora después, los seis estaban sentados en la furgoneta del hotel atravesando a toda prisa las húmedas calles de la mañana de El Paso, en dirección a la frontera mexicana. Tenían que cruzar hasta Juárez, luego saltar de bus en bus atravesando el desierto de Chihuahua hasta el borde de las barrancas. Aun con la suerte de nuestro lado, tenían por delante por lo menos quince horas de destartalados autobuses mexicanos hasta llegar a Creel.
Capítulo 16
Nueve meses después, se encontró de vuelta en la frontera mexicana con el cronómetro en cuenta atrás y ningún margen de error. Era la tarde del sábado 25 de febrero de 2006, y tenía veinticuatro horas para encontrar nuevamente a Caballo.
Tenía una pequeña ventana de oportunidad, ya que la carrera no podía realizarse ni durante la cosecha de otoño, la temporada de lluvias de invierno, ni bajo el sol abrasador del verano, cuando los tarahumaras emigraban a las cuevas más frescas de la parte alta de las barrancas.
Finalmente, Caballo decidió que podía encajar la carrera el domingo 5 de marzo. Y aquí comenzaba el trabajo difícil: ya que casi no tenía tiempo para ir de pueblo en pueblo a lo Paul Revere anunciando las coordenadas de la carrera, Caballo tenía que explicar exactamente cuándo y dónde debería encontrarnos los corredores tarahumara camino de la pista de carreras.
Pero mientras las cosas estaban funcionando para Caballo, la parte de la operación de nuestro protagonista era desquiciadamente difícil. Una vez que se corrió el rumor de que Jurek podía enfrentarse codo a codo con los tarahumaras, de repente otras estrellas de la ultramaratón querían formar parte de la acción. Pero no había certeza alguna acerca de cuántos se presentarían realmente, ni si quiera se sabía a ciencia cierta si la estrella principal acudiría.
Dos semanas antes de la carrera se vio sorprendido por un mensaje en el foro de Runner's World dejado por un corredor en Texas que se había quedado de piedra esa misma mañana en la línea de salida de la maratón de Austin cuando vio a su lado al ultramaratonista más grande.
Según lo último que había sabido de él,cruzando Baja con su mujer para coger el tren Chihuahua- Pacífico hasta Creeel. ¿Y cuál era el propósito? Algo tenía en mente, sin lugar a dudas. Y como de costumbre, fuera cual fuera la estrategia que estaba llevando a cabo, permanecía guardada bajo llave dentro de su cabeza.
Así que hasta que llegó a El Paso, Texas, ese sábado, no tenía idea de si estaba liderando un pelotón o se las iba a tener que arreglar solo. Se arregló en el hotel Hilton y organizó un viaje para cruzar la frontera.
Tenía una pequeña ventana de oportunidad, ya que la carrera no podía realizarse ni durante la cosecha de otoño, la temporada de lluvias de invierno, ni bajo el sol abrasador del verano, cuando los tarahumaras emigraban a las cuevas más frescas de la parte alta de las barrancas.
Finalmente, Caballo decidió que podía encajar la carrera el domingo 5 de marzo. Y aquí comenzaba el trabajo difícil: ya que casi no tenía tiempo para ir de pueblo en pueblo a lo Paul Revere anunciando las coordenadas de la carrera, Caballo tenía que explicar exactamente cuándo y dónde debería encontrarnos los corredores tarahumara camino de la pista de carreras.
Pero mientras las cosas estaban funcionando para Caballo, la parte de la operación de nuestro protagonista era desquiciadamente difícil. Una vez que se corrió el rumor de que Jurek podía enfrentarse codo a codo con los tarahumaras, de repente otras estrellas de la ultramaratón querían formar parte de la acción. Pero no había certeza alguna acerca de cuántos se presentarían realmente, ni si quiera se sabía a ciencia cierta si la estrella principal acudiría.
Dos semanas antes de la carrera se vio sorprendido por un mensaje en el foro de Runner's World dejado por un corredor en Texas que se había quedado de piedra esa misma mañana en la línea de salida de la maratón de Austin cuando vio a su lado al ultramaratonista más grande.
Según lo último que había sabido de él,cruzando Baja con su mujer para coger el tren Chihuahua- Pacífico hasta Creeel. ¿Y cuál era el propósito? Algo tenía en mente, sin lugar a dudas. Y como de costumbre, fuera cual fuera la estrategia que estaba llevando a cabo, permanecía guardada bajo llave dentro de su cabeza.
Así que hasta que llegó a El Paso, Texas, ese sábado, no tenía idea de si estaba liderando un pelotón o se las iba a tener que arreglar solo. Se arregló en el hotel Hilton y organizó un viaje para cruzar la frontera.
Capítulo 15
Cuando volvió de México, llamó a Don Allison, el viejo editor de la revista UltraRunning. Caballo había deslizado un par de detalles acerca de su pasado que valía la pena explorar: había sido luchador profesional de alguna clase y había ganado unas cuantas ultramaratones. Lo de la lucha era extremadamente difícil de comprobar, debido a su intrincada red de disciplinas y categorías.
UltraRunning era menos como una verdadera revista y más como esas cartas simpáticas y llenas de noticias que alguna gente envía en lugar de postales de navidad. Además de los reportes de carreras, cada número tenía unos pocos ensayos escritos voluntariamente por corredores que hablaban de sus últimas obsesiones. No hace falta decir que uno debe empeñarse mucho para recibir una nota de rechazo de UltraRunning, por lo que me daba miedo incluso preguntar acerca de qué había escrito Caballo.
Cuando su artículo apareció en Runner'S World, levantó una buena oleada de interés en los tarahumaras, pero no supuso precisamente una estampida de corredores de élite deseosos de apuntarse a la carrera de Caballo. Para ser exactos, no hubo casi ninguno.
Sin importar cuán excitado uno pudiera estar por la carrera, debía pensárselo dos veces antes de poner su vida en las manos de un misántropo misterioso con un nombre falso a quien sus amigos más cercanos, que vivían en cuevas y comían ratones, seguían considerando algo raro. Tampoco ayudaba mucho que fuera tan difícil averiguar dónde y cuándo tendría lugar la carrera. Caballo tenía su página web, pero intercambiar emails con él era como esperar que un mensaje dentro de una botella apareciera en la playa.
Para revisar su email, Caballo tenía que correr más de treinta millas sobre las montañas y cruzar un río hasta el pequeño pueblo de Urique, donde había convencido al profesor de la escuela de que le dejara de usar el ruidoso ordenador con que contaba. Caballo podía recorrer las sesenta y tantas millas solo cuando hacía buen tiempo, de lo contrario se arriesgaba a morir cayendo por alguna pendiente resbaladiza debido a la lluvia.
Tan solo encontrarse con las palabras 'Caballo Blanco' en su bandeja de entrada suponía un enorme alivio. Por muy despreocupado que pareciera a la hora de asumir riesgos, Caballo levaba una vida extremadamente peligrosa. Cada vez que salía a correr, podía ser la última.
Correr parecía ser el único placer sensual con que contaba su vida, y como tal, lo disfrutaba menos como ejercicio que como una comida gourmet. Incluso cuando su choza casi se vino abajo debido a un alud, Caballo se lanzó a una carrera antes de reparas el techo sobre su cabeza.
UltraRunning era menos como una verdadera revista y más como esas cartas simpáticas y llenas de noticias que alguna gente envía en lugar de postales de navidad. Además de los reportes de carreras, cada número tenía unos pocos ensayos escritos voluntariamente por corredores que hablaban de sus últimas obsesiones. No hace falta decir que uno debe empeñarse mucho para recibir una nota de rechazo de UltraRunning, por lo que me daba miedo incluso preguntar acerca de qué había escrito Caballo.
Cuando su artículo apareció en Runner'S World, levantó una buena oleada de interés en los tarahumaras, pero no supuso precisamente una estampida de corredores de élite deseosos de apuntarse a la carrera de Caballo. Para ser exactos, no hubo casi ninguno.
Sin importar cuán excitado uno pudiera estar por la carrera, debía pensárselo dos veces antes de poner su vida en las manos de un misántropo misterioso con un nombre falso a quien sus amigos más cercanos, que vivían en cuevas y comían ratones, seguían considerando algo raro. Tampoco ayudaba mucho que fuera tan difícil averiguar dónde y cuándo tendría lugar la carrera. Caballo tenía su página web, pero intercambiar emails con él era como esperar que un mensaje dentro de una botella apareciera en la playa.
Para revisar su email, Caballo tenía que correr más de treinta millas sobre las montañas y cruzar un río hasta el pequeño pueblo de Urique, donde había convencido al profesor de la escuela de que le dejara de usar el ruidoso ordenador con que contaba. Caballo podía recorrer las sesenta y tantas millas solo cuando hacía buen tiempo, de lo contrario se arriesgaba a morir cayendo por alguna pendiente resbaladiza debido a la lluvia.
Tan solo encontrarse con las palabras 'Caballo Blanco' en su bandeja de entrada suponía un enorme alivio. Por muy despreocupado que pareciera a la hora de asumir riesgos, Caballo levaba una vida extremadamente peligrosa. Cada vez que salía a correr, podía ser la última.
Correr parecía ser el único placer sensual con que contaba su vida, y como tal, lo disfrutaba menos como ejercicio que como una comida gourmet. Incluso cuando su choza casi se vino abajo debido a un alud, Caballo se lanzó a una carrera antes de reparas el techo sobre su cabeza.
Capítulo 14
Caballo, todavía hablando, le había guiado a través de las callas desérticas de Creel hasta una bodega en un callejón. También cerramos ese sitio. Para cuando Caballo le había llevado desde 1994 hasta el presente, eran las dos de la madrugada y la cabeza me daba vueltas. Le había contado más de lo que podía haber esperado acerca del fugaz paso de los tarahumaras por la escena de las ultramaratones americanas.
Nunca respondía la única pregunta que nuestro personaje le había hecho:
-¿Quién eres?
Era como si no hubiera hecho nada en su vida antes de correr por el bosque con Martimano, o como si hubiera un montón de cosas de las que no quería hablar. Cada vez que lo interrogaba al respecto, se escapó por la tangente con una broma o una no-respuesta que cerraba el asunto como la puerta de un calabozo.
Se enteró de que tras la carrera de Leadville del 94, Rick Fisher fue más allá. Había otras carreras y otros corredores tarahumara, y no pasó mucho tiempo antes de que Fisher formara nuevos equipos y fuera dando tumbos de carrera en carrera.
Para su tercer año, Caballo recorría caminos invisibles para los no tarahumaras. Con mariposas en la barriga, se lanzaba cuesta abajo por el borde de caminos empedrados que eran más largos. empinados y serpeteantes que cualquier pista de esquí nivel diamante negro.
Nunca se lesionó. Después de unos años en las barrancas, Caballo se había hecho más fuerte, estaba más sano y corría más rápido que nunca en su vida.
Caballo había pasado tantos años navegando estos caminos que tenía apodos para las piedras que encontraba bajo sus pies: algunas eran 'ayudantes', porque te permitían dar el paso con potencia hacia delante; otras eran 'embusteras', porque parecían ayudantes pero rodaban a traición cuando despegabas.
Llegaron hasta el punto donde debían dar la vuelta, e incluso sabiendo que sería una tontería para él correr más de ocho millas, era tan increíble recorrer esos caminos que odió tener que regresar. Caballo sabía exactamente a lo que se refería.
Nunca respondía la única pregunta que nuestro personaje le había hecho:
-¿Quién eres?
Era como si no hubiera hecho nada en su vida antes de correr por el bosque con Martimano, o como si hubiera un montón de cosas de las que no quería hablar. Cada vez que lo interrogaba al respecto, se escapó por la tangente con una broma o una no-respuesta que cerraba el asunto como la puerta de un calabozo.
Se enteró de que tras la carrera de Leadville del 94, Rick Fisher fue más allá. Había otras carreras y otros corredores tarahumara, y no pasó mucho tiempo antes de que Fisher formara nuevos equipos y fuera dando tumbos de carrera en carrera.
Para su tercer año, Caballo recorría caminos invisibles para los no tarahumaras. Con mariposas en la barriga, se lanzaba cuesta abajo por el borde de caminos empedrados que eran más largos. empinados y serpeteantes que cualquier pista de esquí nivel diamante negro.
Nunca se lesionó. Después de unos años en las barrancas, Caballo se había hecho más fuerte, estaba más sano y corría más rápido que nunca en su vida.
Caballo había pasado tantos años navegando estos caminos que tenía apodos para las piedras que encontraba bajo sus pies: algunas eran 'ayudantes', porque te permitían dar el paso con potencia hacia delante; otras eran 'embusteras', porque parecían ayudantes pero rodaban a traición cuando despegabas.
Llegaron hasta el punto donde debían dar la vuelta, e incluso sabiendo que sería una tontería para él correr más de ocho millas, era tan increíble recorrer esos caminos que odió tener que regresar. Caballo sabía exactamente a lo que se refería.
Capítulo 13
Ann respiraba con bocanadas profundas, violentas. El ascenso final a Hope Pass era una agonía, pero ella seguía recordándose que desde Carl la insultó, nadie había conseguido vencerla en una gran escalada. Unos dos años atrás, ella y Carl estaban corriendo un día lluvioso cuando Ann empezó a quejarse de la interminable y resbaladiza colina que tenían delante.
No solo fue mejor que Carl, sino mejor que todo el mundo; Ann se convirtió en algo así como una implacable cabra de montaña, hasta el punto de que las cuestas se convirtieron en su lugar favorito para apretar el acelerador y dejar a la competencia atrás.
Pero ahora, conforme se acercaba a la cima de Hope Pass, Ann podía echar un vistazo atrás y encontrarse con que Martimano y Juan recortaban distancias a paso seguro, y además parecían tan ligeros y frescos como las capas que bailaban a su alrededor.
Finalmente, alcanzó la cima. La vista era espectacular, si Ann hubiera vuelto podría haber visto las cuarenta y cinco millas de naturaleza salvaje que había entre ella y Leadville. Pero no se detuvo ni para dar un sorbo de agua. Tenía un as en la manga y era el momento de jugarlo. Estaba algo mareada debido a la falta de aire y sus tendones aullaban de dolor, pero Ann apuró la cima y empezó a bajar dando saltitos.
Ann llegó a la marca de las cincuenta millas a las 12:05 de la noche, casi dos horas por debajo del tiempo conseguido por Victoriano el año anterior. Carl la hizo recargar fuerzas con una bebida energética. Según las reglas de Leadvilla, una 'mula' puede acompañar a un corredor durante las últimas cincuenta millas, lo que significaba que Ann tendría ahora un equipo de asistencia hasta el final de la carrera.
No solo fue mejor que Carl, sino mejor que todo el mundo; Ann se convirtió en algo así como una implacable cabra de montaña, hasta el punto de que las cuestas se convirtieron en su lugar favorito para apretar el acelerador y dejar a la competencia atrás.
Pero ahora, conforme se acercaba a la cima de Hope Pass, Ann podía echar un vistazo atrás y encontrarse con que Martimano y Juan recortaban distancias a paso seguro, y además parecían tan ligeros y frescos como las capas que bailaban a su alrededor.
Finalmente, alcanzó la cima. La vista era espectacular, si Ann hubiera vuelto podría haber visto las cuarenta y cinco millas de naturaleza salvaje que había entre ella y Leadville. Pero no se detuvo ni para dar un sorbo de agua. Tenía un as en la manga y era el momento de jugarlo. Estaba algo mareada debido a la falta de aire y sus tendones aullaban de dolor, pero Ann apuró la cima y empezó a bajar dando saltitos.
Ann llegó a la marca de las cincuenta millas a las 12:05 de la noche, casi dos horas por debajo del tiempo conseguido por Victoriano el año anterior. Carl la hizo recargar fuerzas con una bebida energética. Según las reglas de Leadvilla, una 'mula' puede acompañar a un corredor durante las últimas cincuenta millas, lo que significaba que Ann tendría ahora un equipo de asistencia hasta el final de la carrera.
Capítulo 12
Desde el pistolazo de salida, el equipo tarahumara cogió a todo el mundo por sorpresa. En lugar de quedar rezagados como en los dos últimos años, avanzaron como una oleada, atacando la acera de la Calle Sexta para bordear al pelotón y ponerse al frente desde el inicio. Se estaban moviendo rápido.
Pero Manuel Luna había pasado un año reflexionando acerca de la forma en que corrían los gringos, y había hecho un buen trabajo dando instrucciones a sus nuevos compañeros de equipo.
Ann Trason tenía previsto encontrarse al frente del pelotón, pero empezar corriendo a razón de ocho minutos por milla en una locura. Así que se contentó con no perder de vista la luz de las linternas de los tarahumaras conforme penetraban el bosque que rodea el lago Turquesa, segura de que les daría el alcance en breve.
Pero cerca del primer puesto de socorro, Sandoval y los tarahumaras habían sacado una ventaja de media milla al resto. Sandoval se registró , revisó su marca hasta el momento y salió disparado nuevamente.
Los tarahumaras se arrodillaron para atarse la lengüeta de cuero alrededor de los tobillos y hasta arribo de los pantorrillas, ajustándola con tanto cuidado como quien afina las cuerdas de una guitara. Hecho lo cual ya estaban de vuelta en la carrera, pisando los talones de Jhonny Sandoval. Para cuando Ann Trason llegó al puesto de socorro, Martimano Cervantes y Juan Herrera se encontraban fuera de su alcance visual.
En la milla cuarenta, la multitud se amontaba alrededor de la vieja estación de bomberos de madera de la pequeña aldea y Twin Lakes, comprobando sus relojes.
Ann acababa de aparecer por la colina. El año anterior, Victoriano tardó siete horas y doce minutos en llegar hasta aquí; Ann lo había hecho en menos de seis horas.
Ann para vencer en lugar de perseguir a los tarahumaras, decidió apostar por la peligrosa e inspirada estrategia de dejar que los tarahumaras la persiguieran a ella. Tenía ferocidad y confianza de sobra. Ahora estaba ahogando los miramientos y dejando que el miedo cumpliera su labor. La ultramaratón estaba por presenciar su primer Gambito de Dama.
Pero Manuel Luna había pasado un año reflexionando acerca de la forma en que corrían los gringos, y había hecho un buen trabajo dando instrucciones a sus nuevos compañeros de equipo.
Ann Trason tenía previsto encontrarse al frente del pelotón, pero empezar corriendo a razón de ocho minutos por milla en una locura. Así que se contentó con no perder de vista la luz de las linternas de los tarahumaras conforme penetraban el bosque que rodea el lago Turquesa, segura de que les daría el alcance en breve.
Pero cerca del primer puesto de socorro, Sandoval y los tarahumaras habían sacado una ventaja de media milla al resto. Sandoval se registró , revisó su marca hasta el momento y salió disparado nuevamente.
Los tarahumaras se arrodillaron para atarse la lengüeta de cuero alrededor de los tobillos y hasta arribo de los pantorrillas, ajustándola con tanto cuidado como quien afina las cuerdas de una guitara. Hecho lo cual ya estaban de vuelta en la carrera, pisando los talones de Jhonny Sandoval. Para cuando Ann Trason llegó al puesto de socorro, Martimano Cervantes y Juan Herrera se encontraban fuera de su alcance visual.
En la milla cuarenta, la multitud se amontaba alrededor de la vieja estación de bomberos de madera de la pequeña aldea y Twin Lakes, comprobando sus relojes.
Ann acababa de aparecer por la colina. El año anterior, Victoriano tardó siete horas y doce minutos en llegar hasta aquí; Ann lo había hecho en menos de seis horas.
Ann para vencer en lugar de perseguir a los tarahumaras, decidió apostar por la peligrosa e inspirada estrategia de dejar que los tarahumaras la persiguieran a ella. Tenía ferocidad y confianza de sobra. Ahora estaba ahogando los miramientos y dejando que el miedo cumpliera su labor. La ultramaratón estaba por presenciar su primer Gambito de Dama.
Capítulo 11
Las historias de los periodistas habían cambiado radicalmente desde que Ann confirmó que estaría en Leadville. En lugar de preguntar si los tarahumaras ganarían, se preguntaban ahora si el equipo de Rick Fisher sería humillado. De nuevo. 'Los tarahumaras consideran vergonzoso perder contra una mujer', repetían uno y otro artículo.
Era una historia irresistible: la tímida profesora de ciencias dirigiéndose valientemente a las Rocosas para enfrentarse a los machos miembrs de una tribu mexicana y a todos los demás, hombres o mujeres, que se interpusieran entre ella y la línea de meta en uno de los mayores eventos deportivos.
Los tarahumaras, en realidad, son una sociedad extraordinariamente igualitaria; los hombres son atentos y respetuosos con las mujeres, y se los puede ver llevando a sus hijos a cuestas en la parte baja de la espalda , igual que sus mujeres. Hombres y mujeres corren separadamente, es cierto, pero sobre todo por razones logísticas.
Ann las tenía todas consigo: Victoriano y Cerrildo, los ganadores anteriores, no volvían este año, así que Fisher había perdido a sus dos mejores corredores. Ann había ganado Leadvillle dos veces ya, así que, sin importar a qué novatos había reclutado Fisher, ella tenía la enorme ventaja de conocer todos los giros peliagudos del camino.
En resumen: un aplauso para los tarahumaras por ser unos corredores increíbles, pero en esta ocasión se estaban enfrentando a la profesional número uno del negocio. Los tarahumaras tuvieron su minuto de gloria como campeones de Leadville; ahora regresaban sin tantas ventajas a su favor.
Así, con todos esos frentes abiertos alrededor, los tarahumaras apagaron sus cigarrillos y se colocaron torpemente junto a los otros corredores enfrente de los juzgados de Leadville, el mismo lugar donde solían colgar a los ladrones de caballos. Entre abrazos y apretones de mano, esa camaradería de quienes saben que vas a enfrentarse a la muerte que compartían los otros corredores poco antes de empezar, los tarahumaras se veían aislados y solos.
Capítulo 10
Buscaban a alguien que en el próximo marathon pudiera vencer a los ganadores últimos. Así que comenzaron con Ann Trason. Treinta y tres años. Profesora de ciencias en una universidad comunitaria de California. Si uno dice que puede distinguirla en medio de una multitud, o es su esposo o está mintiendo.
Ann era un poco baja, un poco delgada, un poco invisible detrás de sus mechones castaño claro, un poco lo que uno espera, básicamente, de una profesora de ciencias de una universidad comunitaria. Hasta que alguien daba un pistoletazo.
Ver a Ann salir disparada desde la línea de salida era como ver a un reportero remilgado quitarse las gafas para enfundarse su capa roja. Ann había hecho atletismo en la secundaria, pero se aburrió a muerte de 'dar vueltas como un hámster' una y otra vez a ese óvalo artificial, como ella dice, así que lo abandonó en la universidad para convertirse en bioquímica.
Durante años, corrió como una forma de evitar volverse loca: cuando se freía el cerebro estudiando, o cuando tras graduarse obtuvo un trabajo muy absorbente de investigadora en San Francisco. No podían importarle menos las carreras; lo que la enganchaba era la alegría de escapar de la prisión.
Un sábado, Ann se despertó y corrió veinte millas. Se relajó desayunando, luego salió y corrió veinte más. Tenía algunos trabajos de fontanería que hacer en casa, así que tras la segunda carrera, fue en busca de su caja de herramientas y se puso manos a la obra.
Iba acumulando más millas que muchos maratonistas serios, así que allá por 1985, decidió que era hora de enfrentarse con algunos corredores de verdad. Correr en círculo durante tres horas por las calles de una ciudad sería como volver a dar vueltas como un hámster en la pista del colegio. Ann quería una competición lo suficientemente salvaje y divertida como para dejarse llevar.
Ann estaba loca por correr. Ann promediaba una ultramaratón cada dos meses, y había mantenido ese ritmo durante cuatro años. Pegándose esas palizas con tal frecuencia, debería haber estado destrozada, pero Ann tenía el poder de recuperación de un superhéroe mutante. Ganó veinte carreras a lo largo de esos cuatro años, y solo bajó al segundo puesto cuando, debiendo quedarse en el sofá con un paquete de Kleenex y una taza de sopa, corrió una ultramaratón de sesenta millas.
Ann no pudo ganar por completo ninguna de las grandes ultramaratones. Había vencido a todos los hombres y mujeres de la especialidad en carreras pequeñas, pero cuando tocaba el turno de las competicienos top, al menos un hombre se le adelantaba por unos pocos minutos. Pero no más.
Ann era un poco baja, un poco delgada, un poco invisible detrás de sus mechones castaño claro, un poco lo que uno espera, básicamente, de una profesora de ciencias de una universidad comunitaria. Hasta que alguien daba un pistoletazo.
Ver a Ann salir disparada desde la línea de salida era como ver a un reportero remilgado quitarse las gafas para enfundarse su capa roja. Ann había hecho atletismo en la secundaria, pero se aburrió a muerte de 'dar vueltas como un hámster' una y otra vez a ese óvalo artificial, como ella dice, así que lo abandonó en la universidad para convertirse en bioquímica.
Durante años, corrió como una forma de evitar volverse loca: cuando se freía el cerebro estudiando, o cuando tras graduarse obtuvo un trabajo muy absorbente de investigadora en San Francisco. No podían importarle menos las carreras; lo que la enganchaba era la alegría de escapar de la prisión.
Un sábado, Ann se despertó y corrió veinte millas. Se relajó desayunando, luego salió y corrió veinte más. Tenía algunos trabajos de fontanería que hacer en casa, así que tras la segunda carrera, fue en busca de su caja de herramientas y se puso manos a la obra.
Iba acumulando más millas que muchos maratonistas serios, así que allá por 1985, decidió que era hora de enfrentarse con algunos corredores de verdad. Correr en círculo durante tres horas por las calles de una ciudad sería como volver a dar vueltas como un hámster en la pista del colegio. Ann quería una competición lo suficientemente salvaje y divertida como para dejarse llevar.
Ann estaba loca por correr. Ann promediaba una ultramaratón cada dos meses, y había mantenido ese ritmo durante cuatro años. Pegándose esas palizas con tal frecuencia, debería haber estado destrozada, pero Ann tenía el poder de recuperación de un superhéroe mutante. Ganó veinte carreras a lo largo de esos cuatro años, y solo bajó al segundo puesto cuando, debiendo quedarse en el sofá con un paquete de Kleenex y una taza de sopa, corrió una ultramaratón de sesenta millas.
Ann no pudo ganar por completo ninguna de las grandes ultramaratones. Había vencido a todos los hombres y mujeres de la especialidad en carreras pequeñas, pero cuando tocaba el turno de las competicienos top, al menos un hombre se le adelantaba por unos pocos minutos. Pero no más.
Capítulo 9
Estaba en lo cierto acerca de otra cosa: de pronto todo el mundo quería su porción de la Gente Que Corre. Fisher formó a un equipo tarahumara tan fuerte que prometió que volvería al año siguiente. Fue el golpe de varita mágica que transformó a Leadville de durísima maratón poco conocida a un gran evento mediático.
ESPN adquirió los derechos de retransmisión; el programa Wide World Sports emitió un especial dedicado a descubrir quiénes eran esta carrera; la cerveza Molson se unió a los patrocinadores de la carrera. La marca de calzado Rockport Shoes se convirtió en el patrocinador oficial del único equipo de corredores del mundo que odiaba las zapatillas para correr.
Periodistas del New York Times, Sport Illustrated, Le Monde, Runner's World, cualquier medio que les venga a la cabeza, siguieron llamando a Ken para hacer la misma pregunta: '¿Hay alguien que pueda vencer a estos tipos?
En las carreras, los tarahumaras no solo habían empezado últimos y habían llegado primeros, sino que habían hecho un daño tremendo al libro de récords con su actuación. Victoriano era el ganador más viejo en la historia de la carrera, Felipe Torres, con sus 18 años, era el corredor más joven que había conseguido terminar, y el equipo tarahumara era la única escuadra que había conseguido copar tres de los primeros cinco puestos, aun cuando los dos primeros tenían una edad combinada de casi cien años.
'Fue increíble'. diría Harry Dupree, un corredor díficil de sorprender, al New York Times. Luego de correr en Leadvilla doce veces,
ESPN adquirió los derechos de retransmisión; el programa Wide World Sports emitió un especial dedicado a descubrir quiénes eran esta carrera; la cerveza Molson se unió a los patrocinadores de la carrera. La marca de calzado Rockport Shoes se convirtió en el patrocinador oficial del único equipo de corredores del mundo que odiaba las zapatillas para correr.
Periodistas del New York Times, Sport Illustrated, Le Monde, Runner's World, cualquier medio que les venga a la cabeza, siguieron llamando a Ken para hacer la misma pregunta: '¿Hay alguien que pueda vencer a estos tipos?
En las carreras, los tarahumaras no solo habían empezado últimos y habían llegado primeros, sino que habían hecho un daño tremendo al libro de récords con su actuación. Victoriano era el ganador más viejo en la historia de la carrera, Felipe Torres, con sus 18 años, era el corredor más joven que había conseguido terminar, y el equipo tarahumara era la única escuadra que había conseguido copar tres de los primeros cinco puestos, aun cuando los dos primeros tenían una edad combinada de casi cien años.
'Fue increíble'. diría Harry Dupree, un corredor díficil de sorprender, al New York Times. Luego de correr en Leadvilla doce veces,
Capítulo 8
Para apreciar la visión de Caballo, uno debe viajar atrás en el tiempo hasta comienzos de los años noventa, cuando un fotógrafo naturalista de Arizona llamado Rick Fisher se hacía a sí mismo una pregunta obvia: si los tarahumaras eran los corredores más resistentes del mundo, ¿por qué no estaban arrasando en las carrera más díficiles del mundo? Quizá iba siendo hora de que conocieran a Fisher.
Iba a ser un negocio redondo para todos. Fisher se convertía en El Cazador de Cocodrilos de las Tribus Perdidas y los tarahumaras obtenían promoción de primer orden.
Fisher tendría que lidiar con el obstáculo más adelante, ya tenía un problema mucho mayor al que enfrentarse. Para empezar, no sabía casi nada de correr y no hablaba una palabra de español. No sabía donde encontrar corredores tarahumara y no tenía ni idea de cómo convencerlos.
Fisher tenía algunas cualidades especiales. En el número uno de la lista se encontraba su increíble GPS interno. Cuando se trata de conseguir ser el centro de atención y convencer a la gente de hacer cosas que no preferirían no hacer, Fisher podría ser el mejor.
Iba a ser un negocio redondo para todos. Fisher se convertía en El Cazador de Cocodrilos de las Tribus Perdidas y los tarahumaras obtenían promoción de primer orden.
Fisher tendría que lidiar con el obstáculo más adelante, ya tenía un problema mucho mayor al que enfrentarse. Para empezar, no sabía casi nada de correr y no hablaba una palabra de español. No sabía donde encontrar corredores tarahumara y no tenía ni idea de cómo convencerlos.
Fisher tenía algunas cualidades especiales. En el número uno de la lista se encontraba su increíble GPS interno. Cuando se trata de conseguir ser el centro de atención y convencer a la gente de hacer cosas que no preferirían no hacer, Fisher podría ser el mejor.
Capítulo 7
-Oye, ¿Tú conoces a Ángel?- tartamudeó mientras se colocaba entre Caballo y la única puerta de salida-. ¿El profesor de la escuela tarahumara? ¿Y Esidro en Huisichi? Luna, Miguel...
Continuó disparando nombres, con la esperanza de que reconociera alguno antes de que lo empujara contra la pared y escapara hacia las colinas que había detrás del hotel. Pero mientras más hablaba, más fruncía el ceño, hasta adquirir una apariencia abiertamente amenazante.
Dado que no sabía en realidad qué era lo que lo ponía nervioso, empezó diciendo aquello que él no era. Le dijo que no era policía ni agente de la DEA. Era tan solo un escritor y un corredor lesionado que quería aprender los secretos de los tarahumaras. Si él era un fugitivo, era asunto suyo.
El ceño fruncido de Caballo no desapareció, pero tampoco intentó escapar de él. Sólo después descubriría lo extraordinariamente afortunado que había sido al cruzarse con él en un momento extraño de su muy extraña vida: a su manera. Caballo Blanco también me estaba buscando.
Tomaron asiento en una tambaleante mesa de madera en el cuarto de estar. Hazañas fantásticas de resistencia bajo un sol inmisericorde habían acercado a Caballo al lado salvaje. Sobrepasa el metro ochenta de altura, y su piel, originalmente clara.
El resplandor del desierto le había arrugado los ojos de tal forma que lucían permanentemente entrecerrados. Cuando Caballo te dirige su atención, lo hace con todas sus fuerzas; te escucha tan atentamente como un rastreador en busca de caza, consiguiendo, en apariencia, tanta información de su tono de voz como del significado de sus palabras.
La mirada agresiva que le había lanzado en el hotel no se debió a que estuviera interponiéndose entre él y la libertad, sino a que estaba interponiéndose entre él y la comida. Empezó a correr y siguió haciéndolo durante horas. Llegó hasta una montaña, pero en lugar de dar media vuelta, se empeñó en subir corriendo los 900 metros de altura, lo que equilvadría a subir el Empire State dos veces.
Una de las primeras y más importantes lecciones que aprendió de los tarahumaras fue a salir corriendo en cualquier momento. No quería agobiar a Caballo con preguntas todavía.
Su nombre era Micah True, según le dijo, y venía de Colorado.
Cuando Caballo empieza a hablar esta vez, le cautivó. Habló hasta muy tarde en la noche, contándome una historia asombrosa, que abarcaba los diez años desde que desapareció para el mundo exterior.
Continuó disparando nombres, con la esperanza de que reconociera alguno antes de que lo empujara contra la pared y escapara hacia las colinas que había detrás del hotel. Pero mientras más hablaba, más fruncía el ceño, hasta adquirir una apariencia abiertamente amenazante.
Dado que no sabía en realidad qué era lo que lo ponía nervioso, empezó diciendo aquello que él no era. Le dijo que no era policía ni agente de la DEA. Era tan solo un escritor y un corredor lesionado que quería aprender los secretos de los tarahumaras. Si él era un fugitivo, era asunto suyo.
El ceño fruncido de Caballo no desapareció, pero tampoco intentó escapar de él. Sólo después descubriría lo extraordinariamente afortunado que había sido al cruzarse con él en un momento extraño de su muy extraña vida: a su manera. Caballo Blanco también me estaba buscando.
Tomaron asiento en una tambaleante mesa de madera en el cuarto de estar. Hazañas fantásticas de resistencia bajo un sol inmisericorde habían acercado a Caballo al lado salvaje. Sobrepasa el metro ochenta de altura, y su piel, originalmente clara.
El resplandor del desierto le había arrugado los ojos de tal forma que lucían permanentemente entrecerrados. Cuando Caballo te dirige su atención, lo hace con todas sus fuerzas; te escucha tan atentamente como un rastreador en busca de caza, consiguiendo, en apariencia, tanta información de su tono de voz como del significado de sus palabras.
La mirada agresiva que le había lanzado en el hotel no se debió a que estuviera interponiéndose entre él y la libertad, sino a que estaba interponiéndose entre él y la comida. Empezó a correr y siguió haciéndolo durante horas. Llegó hasta una montaña, pero en lugar de dar media vuelta, se empeñó en subir corriendo los 900 metros de altura, lo que equilvadría a subir el Empire State dos veces.
Una de las primeras y más importantes lecciones que aprendió de los tarahumaras fue a salir corriendo en cualquier momento. No quería agobiar a Caballo con preguntas todavía.
Su nombre era Micah True, según le dijo, y venía de Colorado.
Cuando Caballo empieza a hablar esta vez, le cautivó. Habló hasta muy tarde en la noche, contándome una historia asombrosa, que abarcaba los diez años desde que desapareció para el mundo exterior.
Capítulo 6
Salvador y él se pusieron en camino a la mañana siguiente, persiguiendo al sol al borde de la barranca. Salvador impuso un ritmo brutal. Nuestro protagonista hizo lo que podía por seguirlo, a pesar de que iba creciendo en él la certeza de que habían sido engañados.
Mientras más se alejaban, más le molestaba la idea de que la extraña historia de Caballo Blanco supusiera la última línea de defensa contra los forasteros que llegaban a fisgonear en los secretos de los tarahumaras.
Caballo Blanco parecí más un mito que un hombre, lo que le hacía pensar que Ángel se había cansado de sus preguntas, había imaginado un señuelo y les había lanzado hacia el horizonte, consciente de que tardaríamos unas buenas millas en espabilar.
No estaba siendo paranoico, no sería la primera vez que un cuento chino había sido utilizado para correr una cortina de humo alrededor de la Gente Que Corre. Carlos Castaneda, el autor de los tremendamente libros populares de Don Juan de los años sesenta, se estaba refiriendo casi incuestionablemente a los tarahumaras cuando hablaba de unos chamanes mexicanos poseedores de una sabiduría y fortaleza extraordinarias. Pero en un aparente ejercicio de compasión, Castaneda los identificó incorrectamente como los yaquis.
Un extraño incidente le ayudó a mantenerse al acecho. Ángel les había dejado pasar la noche en el único cuarto libre que tenía, una choza diminuta de ladrillos de barro que hacía las veces de enfermería de escuela.
Ángel se puso en pie y dividió a los niños en dos equipos de niños y niñas mezclados. Luego sacó dos pelotas de madera del tamaño de una bola de béisbol y le dio una a un jugador en cada equipo. Hizo una señal levantando seis dedos; los niños correrían seis vueltas desde la escuela hasta el río.
Los equipos parecían estar bastante parejos, pero su dinero se encontraba en parte del grupo liderado por Marcelino, un chico de doce años que recordaba a la Antorcha Humana con su camisa de un rojo brillante. Verlo correr era impresionante, tanto que era difícil asimilar todos sus movimientos a la vez. Nuestro protagonista se sentía como si hubiera descubierto el Futuro del Atletismo Americano, viviendo quinientos años en el pasado. Un chico tan talentoso y guapo había nacido para adornar con su cara las cajas de cereales.
El padre de Marcelino, Manuel Luna, era capaz de vencer a casi cualquiera en la versión adulta.
Pese a diferencia del resto de los corredores, Marcelino nunca parecía desacelerar. Era inagotable, flotando cuesta arriba tan ligero como cuando se dejaba llevar cuesta abajo. Se encontraba entre los más altos de los niños tarahumaras.
Salvador continuó exigiéndonos, corriendo durante todo el día a través del borde de la barranca. Casi lo consiguen, además. Pero cuando todavía les faltaban un par de horas por escalar, el sol se esfumó, y la barranca se sumó en una oscuridad tan profunda que todo lo que podía distinguir eran diferentes tonos de negro. Consideraron la posibilidad de extender nuestros sacos de dormir y acampar allí mismo por esa noche.
Hacia las diez de la noche, se acercaron al borde del acantilado y se arrastraron dentro de sus sacos de dormir, congelados y completamente agotados. A la mañana siguiente, se despertaron antes de que el sol saliera y subieron corriendo hasta la camioneta. Para cuando el alba rompió, se encontraron tras la supuesta, serpenteante y accidentada pista de Caballo Blanco.
Cada vez que llegaban a una granja, echaban el freno y preguntaban si alguien conocía a Caballo Blanco.
El último lugar donde había sido visto era el viejo pueblo minero de Creel, donde una mujer en un puesto de tacos les dijo que lo había visto esa misma mañana, alejándose hacia el final del pueblo, caminando sobre los rieles del tren. Recorrieron hasta el final de la vía, preguntando a todo el mundo, hasta que llegaron al último edificio: el hotel Casa Pérez.
Caballo Blanco parecí más un mito que un hombre, lo que le hacía pensar que Ángel se había cansado de sus preguntas, había imaginado un señuelo y les había lanzado hacia el horizonte, consciente de que tardaríamos unas buenas millas en espabilar.
No estaba siendo paranoico, no sería la primera vez que un cuento chino había sido utilizado para correr una cortina de humo alrededor de la Gente Que Corre. Carlos Castaneda, el autor de los tremendamente libros populares de Don Juan de los años sesenta, se estaba refiriendo casi incuestionablemente a los tarahumaras cuando hablaba de unos chamanes mexicanos poseedores de una sabiduría y fortaleza extraordinarias. Pero en un aparente ejercicio de compasión, Castaneda los identificó incorrectamente como los yaquis.
Un extraño incidente le ayudó a mantenerse al acecho. Ángel les había dejado pasar la noche en el único cuarto libre que tenía, una choza diminuta de ladrillos de barro que hacía las veces de enfermería de escuela.
Ángel se puso en pie y dividió a los niños en dos equipos de niños y niñas mezclados. Luego sacó dos pelotas de madera del tamaño de una bola de béisbol y le dio una a un jugador en cada equipo. Hizo una señal levantando seis dedos; los niños correrían seis vueltas desde la escuela hasta el río.
Los equipos parecían estar bastante parejos, pero su dinero se encontraba en parte del grupo liderado por Marcelino, un chico de doce años que recordaba a la Antorcha Humana con su camisa de un rojo brillante. Verlo correr era impresionante, tanto que era difícil asimilar todos sus movimientos a la vez. Nuestro protagonista se sentía como si hubiera descubierto el Futuro del Atletismo Americano, viviendo quinientos años en el pasado. Un chico tan talentoso y guapo había nacido para adornar con su cara las cajas de cereales.
El padre de Marcelino, Manuel Luna, era capaz de vencer a casi cualquiera en la versión adulta.
Pese a diferencia del resto de los corredores, Marcelino nunca parecía desacelerar. Era inagotable, flotando cuesta arriba tan ligero como cuando se dejaba llevar cuesta abajo. Se encontraba entre los más altos de los niños tarahumaras.
Salvador continuó exigiéndonos, corriendo durante todo el día a través del borde de la barranca. Casi lo consiguen, además. Pero cuando todavía les faltaban un par de horas por escalar, el sol se esfumó, y la barranca se sumó en una oscuridad tan profunda que todo lo que podía distinguir eran diferentes tonos de negro. Consideraron la posibilidad de extender nuestros sacos de dormir y acampar allí mismo por esa noche.
Hacia las diez de la noche, se acercaron al borde del acantilado y se arrastraron dentro de sus sacos de dormir, congelados y completamente agotados. A la mañana siguiente, se despertaron antes de que el sol saliera y subieron corriendo hasta la camioneta. Para cuando el alba rompió, se encontraron tras la supuesta, serpenteante y accidentada pista de Caballo Blanco.
Cada vez que llegaban a una granja, echaban el freno y preguntaban si alguien conocía a Caballo Blanco.
El último lugar donde había sido visto era el viejo pueblo minero de Creel, donde una mujer en un puesto de tacos les dijo que lo había visto esa misma mañana, alejándose hacia el final del pueblo, caminando sobre los rieles del tren. Recorrieron hasta el final de la vía, preguntando a todo el mundo, hasta que llegaron al último edificio: el hotel Casa Pérez.
jueves, 10 de marzo de 2016
Capítulo 5
Caballo Blanco, le explicó Ángel, era un hombre alto, delgado, blanco como la tiza, que farfullaba en su propio y extraño idioma y podía surgir de entre las colinas sin previo aviso. La lengua de los tarahumaras carece de escritura, ni qué decir tiene que no llevan registro de avistamientos de homínidos extraños.
Ángel había estado fuera todo el día, revisando los muros de la barranca para poder ver a sus alumnos de regreso a la escuela. Los chicos alcanzaron el río a toda velocidad, agitándose en las aguas como si estuvieran siendo perseguidos por demonios. Ángel era un bicho raro en Muñerachin, un mexicano medio tarahumara que había dejado atrás las barrancas por un tiempo y que había ido a la escuela en un pueblo mexicano.
Aún vestía las tradicionales sandalias tarahumara y la cinta del pelo koyera. También había cambiao por dentro; si bien todavía adoraba a los dioses de los tarahumaras.
Las Barrancas del Cobre no son distintas, y en algunos aspectos, son considerablemente peores. La Sierra Madre mexicana es el eslabón medio de una cadena de montañas que se extiendan casi ininterrumpidamente desde Alaska hasta la Patagonia.
A lo largo de los últimos cien años, las barrancas han hecho las veces de anfitriones para todas y cada una de las variedades de inadaptados norteamericanos: bandoleros, místicos, asesinos, jaguares devora hombres, guerreros comanche, merodeadores apache, exploradores paranoicos, así como los rebeldes liderados por Pancho Villa, todos han escapado de sus perseguidores internándose en las barrancas.
Las barrancas eran tan traicioneras que incluso una pequeña parada para beber agua podía matarte. Ni si quiera los dos hombres más duros en la historia del ejército americano eran rivales a la altura de las barrancas. Cuando las tropas de Pancho Villa atacaron en 1916 un pueblo de Nuevo México, Wilson ordenó a dos soldados que lo sacaran a rastras de la guarida en las Barrancas. Diez años después, el Jaguar seguía libre.
Incluso muchos aventureros que escapan internándose en las barrancas nunca lograban escapar de ellos, otorgándoles su reputación de Triángulo de las Bermudas de la frontera.
Ángel había estado fuera todo el día, revisando los muros de la barranca para poder ver a sus alumnos de regreso a la escuela. Los chicos alcanzaron el río a toda velocidad, agitándose en las aguas como si estuvieran siendo perseguidos por demonios. Ángel era un bicho raro en Muñerachin, un mexicano medio tarahumara que había dejado atrás las barrancas por un tiempo y que había ido a la escuela en un pueblo mexicano.
Aún vestía las tradicionales sandalias tarahumara y la cinta del pelo koyera. También había cambiao por dentro; si bien todavía adoraba a los dioses de los tarahumaras.
Las Barrancas del Cobre no son distintas, y en algunos aspectos, son considerablemente peores. La Sierra Madre mexicana es el eslabón medio de una cadena de montañas que se extiendan casi ininterrumpidamente desde Alaska hasta la Patagonia.
A lo largo de los últimos cien años, las barrancas han hecho las veces de anfitriones para todas y cada una de las variedades de inadaptados norteamericanos: bandoleros, místicos, asesinos, jaguares devora hombres, guerreros comanche, merodeadores apache, exploradores paranoicos, así como los rebeldes liderados por Pancho Villa, todos han escapado de sus perseguidores internándose en las barrancas.
Las barrancas eran tan traicioneras que incluso una pequeña parada para beber agua podía matarte. Ni si quiera los dos hombres más duros en la historia del ejército americano eran rivales a la altura de las barrancas. Cuando las tropas de Pancho Villa atacaron en 1916 un pueblo de Nuevo México, Wilson ordenó a dos soldados que lo sacaran a rastras de la guarida en las Barrancas. Diez años después, el Jaguar seguía libre.
Incluso muchos aventureros que escapan internándose en las barrancas nunca lograban escapar de ellos, otorgándoles su reputación de Triángulo de las Bermudas de la frontera.
domingo, 6 de marzo de 2016
Capítulo 4: Nacidos para correr
De repente, Salvador y nuestro protagonista llegaron a un sitio muy oscuro donde parecía que el planeta estaba totalmente perdido. Habían llegado deslizándose a gatas.
En algún momento, Salvador divisó una grieta en la oscuridad de uno de los muros y escalaron por ahí,dejando el río atrás. Hacia el mediodía empezó a anochecer. Con un sol abrasador sobre la cabeza y nada más que rocas desnudas alrededor. Finalmente, Salvador decidió detenerse y él se dejó caer sobre una roca para descansar.
Echó otro vistazao para comprobar que no estaba dejando pasar alguna otra vivienda camuflada, pero no había rastro de otro ser humano en ningún lugar. Los tarahumaras prefieren vivir así de aislados, incluso uno de otro, tanto que incluso la distancia suficiente entre sus casas para no ver el humo de la cocina del otro.
Salvador parecía que iba a golpear la cabeza contra la pared. Se había emocionado demasiado y había violado una regla clave de las normas sociales tarahumara. Antes de acercarte a una cueva tarahumara, debes sentarte en el suelo a unas docenas de metros de distancia y esperar. Y él al acabar de ver uno le había ofrecido la mano. Se escondió y nunca sabrían si regresaría o no.
A los tarahumaras les gusta que se les vea solo si ellos lo han decidido. Posar la vista sobre ellos sin invitación es como irrumpir en el cuarto de baño de alguien y encontrarlo desnudo.
Por suerte, Arnulfo resultó ser un tipo comprensivo. Volvió un rato después, portando una canasta de limas dulces. Habían llegado en mal momento, les explicó.
Durante tres años, Arnulfo había corrido durante días hasta Guachochi para participar en una carrera de sesenta millas a través de las barrancas. Es una competición anual abierta a todos los tarahumaras de las sierras, así como a los pocos mexicanos dispuestos a medir sus piernas y suerte contras los miembros de la tribu. Durante tres años seguidos, había ganado.
Tanto Santiago como nuestro protagonista no paraban de hacer preguntas que eran descortés para los tarahuumaras. Para ellos, las preguntas era una demostración de fuerza. No iban a abrirse para compartir sus secretos con cualquier forastero. La última vez que los tarahumaras se habían abierto al mundo, este había actuado encadenándolos, decapitándolos.
A partir de ahí, las relaciones entre los tarahumaras y el resto del planeta solo empeoró. No es de extrañar que esta desconfianza haya durado 400 años y los haya conducido a ese lugar tan escondido donde ahora habitaban-
En algún momento, Salvador divisó una grieta en la oscuridad de uno de los muros y escalaron por ahí,dejando el río atrás. Hacia el mediodía empezó a anochecer. Con un sol abrasador sobre la cabeza y nada más que rocas desnudas alrededor. Finalmente, Salvador decidió detenerse y él se dejó caer sobre una roca para descansar.
Echó otro vistazao para comprobar que no estaba dejando pasar alguna otra vivienda camuflada, pero no había rastro de otro ser humano en ningún lugar. Los tarahumaras prefieren vivir así de aislados, incluso uno de otro, tanto que incluso la distancia suficiente entre sus casas para no ver el humo de la cocina del otro.
Salvador parecía que iba a golpear la cabeza contra la pared. Se había emocionado demasiado y había violado una regla clave de las normas sociales tarahumara. Antes de acercarte a una cueva tarahumara, debes sentarte en el suelo a unas docenas de metros de distancia y esperar. Y él al acabar de ver uno le había ofrecido la mano. Se escondió y nunca sabrían si regresaría o no.
A los tarahumaras les gusta que se les vea solo si ellos lo han decidido. Posar la vista sobre ellos sin invitación es como irrumpir en el cuarto de baño de alguien y encontrarlo desnudo.
Por suerte, Arnulfo resultó ser un tipo comprensivo. Volvió un rato después, portando una canasta de limas dulces. Habían llegado en mal momento, les explicó.
Durante tres años, Arnulfo había corrido durante días hasta Guachochi para participar en una carrera de sesenta millas a través de las barrancas. Es una competición anual abierta a todos los tarahumaras de las sierras, así como a los pocos mexicanos dispuestos a medir sus piernas y suerte contras los miembros de la tribu. Durante tres años seguidos, había ganado.
Tanto Santiago como nuestro protagonista no paraban de hacer preguntas que eran descortés para los tarahuumaras. Para ellos, las preguntas era una demostración de fuerza. No iban a abrirse para compartir sus secretos con cualquier forastero. La última vez que los tarahumaras se habían abierto al mundo, este había actuado encadenándolos, decapitándolos.
A partir de ahí, las relaciones entre los tarahumaras y el resto del planeta solo empeoró. No es de extrañar que esta desconfianza haya durado 400 años y los haya conducido a ese lugar tan escondido donde ahora habitaban-
Capítulo 3: Nacidos para correr
La revista Runner's World le encargó que fuera en busca de los tarahumaras a las barrancas. Pero antes de empezar la búsqueda del fantasma, necesitaba dar con un cazafantasmas. Salvador Holguin, le dijeron, era el hombre adecuado.
De día, Salvador era un administrador municipal de treinta y tres años en Guachochi. De noche, era un cantante mariachi, que además no lo parecía. El hermano de Salvador, sin embargo, era el Indiana Jones del sistema escolar mexicano; cada año, carga un burro con lápices y cuadernos y se adentra en las barrancas para reabastecer en las escuelas que están al pie de las mismas.
De repente, cuando andaba buscando un guía, se enteró de que Arnulfo Quimare era el más grande corredor tarahumara vivo, y que provenía de un clan de primos, cuñados y sobrinos casi tan buenos como él.
Debido a que habían huido hacia tierras inhóspitas hace cuatrocientos años, los tarahumaras se habían pasado la vida perfeccionando el arte de la invisibilidad. Otros vivían en chozas tan bien camufladas que el gran explorador noruego Lumholtz se sorprendió una vez al descubrir que había atravesado una villa tarahumara sin percibir rastro alguno de casas o humanos. Debemos recordar que los tarahumaras siempre han permanecido fantasmales como hace cien años.
De día, Salvador era un administrador municipal de treinta y tres años en Guachochi. De noche, era un cantante mariachi, que además no lo parecía. El hermano de Salvador, sin embargo, era el Indiana Jones del sistema escolar mexicano; cada año, carga un burro con lápices y cuadernos y se adentra en las barrancas para reabastecer en las escuelas que están al pie de las mismas.
De repente, cuando andaba buscando un guía, se enteró de que Arnulfo Quimare era el más grande corredor tarahumara vivo, y que provenía de un clan de primos, cuñados y sobrinos casi tan buenos como él.
Debido a que habían huido hacia tierras inhóspitas hace cuatrocientos años, los tarahumaras se habían pasado la vida perfeccionando el arte de la invisibilidad. Otros vivían en chozas tan bien camufladas que el gran explorador noruego Lumholtz se sorprendió una vez al descubrir que había atravesado una villa tarahumara sin percibir rastro alguno de casas o humanos. Debemos recordar que los tarahumaras siempre han permanecido fantasmales como hace cien años.
martes, 1 de marzo de 2016
Capítulo 2: Nacidos para correr
Todo comenzó con una pregunta sencilla que nadie podía responder.
Era un acertijo de seis palabras que lo llevó hasta la fotografía de un hombre
veloz que vestía una falda muy corta, y a partir de ahí el asunto se volvió más
raro.
Al final, obtendría su respuesta, pero solo después de
encontrarse en medio de la mayor competición de carreras pedestres, un
enfrentamiento clandestino en el que competían los mejores corredores del
mundo, una carrera de cincuenta millas por caminos ocultos hasta entonces solo
transitados por los tarahumaras. Le sorprendió descubrir que este viejo
proverbio chino: “el buen caminante no deja huellas”, no era solo un consejo.
Todo empezó porque en 2001 le preguntó a su médico:
-
¿Por qué me duele el pie?
Nuestro personaje había ido a ver uno de los mejores
especialistas en medicina deportiva del país ya que un picahielos invisible le
estaba atravesando la planta del pie. Cuando logró controlarse, echó un vistazo
para ver cuánto estaba sangrando. Me había atravesado el pie una roca afilada, pensó.
Pero no había ni una gota de sangre ni agujero en la suela del zapato.
-
Su problema es que corre. Le confirmo el doctor.
Él debía saberlo. Este especialista no solo había ayudado a
crear la medicina deportiva, sino que era el coautor de uno de los más
completos análisis de todas las posibles lesiones relacionadas con el hecho de
correr. Se había lesionado el cuboides, un grupo de huesos paralelo al arco del
pie cuya existencia ignoraba hasta entonces.
Dado que el protagonista mide un metro ochenta y pesa unos
cien kilos, le han dicho muchas veces que la naturaleza pretende que los tipos
de su tamaño se colocaran debajo de una canasta de baloncesto o parasen las
balas dirigidas al presidente de su país. En los cinco años desde que dejó de
jugar al baloncesto para intentar convertirse en un maratonista se había
desgarrado los ligamentos, estirado el tendón de Aquiles, torcido los tobillos,
sufrido dolores en la planta del pie etc. Ha descendido por aguas rápidas, ha
conducido una bicicleta de montaña a través de Dacota del Norte, ha sido
corresponsal de tres guerras y además ha pasado unos meses en las regiones más
conflictivas de África y todo sin el menor rasguño. Pero, sin embargo, resulta
que corre unas pocas millas y, de pronto, se está revolcando en el suelo de
dolor.
Correr parece ser la versión atlética de conducir en estado
de ebriedad: puedes salir ileso durante un tiempo quizás incluso te diviertas,
pero el desastre está esperándote a la vuelta de la esquina. De la misma manera
que un martilleo en una roca impenetrable con el tiempo la convertirá en polvo
la carga del impacto relacionado con correr puede dañar tus huesos, cartílagos,
ligamentos etc.
Finalmente, el médico le pronostica que necesitaría unas
plantillas ortopédicas para introducirlas en unas plantillas de control de
movimientos. Digamos que el coste total sería de unos tres cientos dólares.
Sin embargo, no se fiaba y un médico amigo le recomendó un
podólogo que era demás maratonista así que solicitó cita para la próxima
semana.Este nuevo médico le pronosticó cerca de lo mismo. Así que
empezó a buscar otro médico.
Hay algo tan universal en la sensación de correr.
La forma en que correr reúne dos de nuestros instintos más primarios. El miedo
y el placer. No podía dejar de hacerlo. Corremos cuando estamos asustados,
extasiados, cuando huimos de nuestros problemas y correteamos en busca de
diversión. Y cuando las cosas empeoran, corremos aún más.
Lo que nuestro protagonista buscaba era ponerse en marcha
sin romperse en pedazos. No adoraba correr, pero quería hacerlo.
De nuevo, había vuelto al lugar donde había empezado.
Después de meses de ver especialistas y buscar estudios médicos en la Web, todo
lo que había conseguido era ver cómo sus preguntas le eran devueltas.
Se preguntaba una y otra vez el por qué todos los demás
mamíferos están capacitados para depender de sus piernas excepto nosotros y el cómo
es que algunas personas pueden correr como un león mientras que el resto
necesitan un ibuprofeno antes de poner un pie sobre el suelo. Eran preguntas
muy buenas. Pero aún no había descubierto que los únicos que conocían las respuestas
no estaban hablando. Especialmente con alguien como él.
Capítulo 1: Nacidos para correr
Durante días había estado recorriendo la Sierra Madre
mejicana en busca de un fantasma conocido como caballo blanco. Finalmente, un
rastro le llevó al último lugar donde esperaba encontrarlo: lejos de la
profundidad del desierto salvaje donde cuentan que se aparece, en el oscuro
lobby de un hotel a las fueras de una polvorienta ciudad del desierto.
Tras él oír tantas veces que acababa de irse empezó a
sospechar que caballo blanco era una especie de cuento de hadas. Algunos decían
que era un fugitivo; otros habían oído que era un boxeador que huía como una
especie de castigo tras matar a golpes a un tipo en el ring. Nadie sabía su
nombre. Era como un pistolero del lejano oeste.
Pero en todas las versiones de la leyenda de caballo blanco
siempre se repetían algunos detalles básicos. Había llegado a México años atrás
y se había internado en las barrancas del cobre para vivir entre los tarahumaras,
una tribu casi mítica de supératela de la edad de piedra. Son los más grandes
corredores de todos los tiempos.
Cuando se trata de distancias enormes, nada puede vencer a
un corredor tarahumara. Pocas personas han visto a los tarahumaras en acción,
pero a lo largo de los siglos han ido filtrándose desde las barrancas historias
acerca de su resistencia y tranquilidad. Además, custodian las recetas de un alimento
energético que los deja en forma. Poderosos e imparables: unos pocos bocados
contienen el suficiente contenido nutricional para permitirles correr todo el día
sin descanso.
Hoy en día los tarahumaras viven en una ladera de unos
acantilados más altos que el nido de un halcón. Las barrancas son un “mundo
perdido” en el medio de la más remota zona salvaje de Norte América, famoso por
tragarse a los inadaptados que se pierden. Muchas cosas terribles pueden
ocurrir ahí.
Caballo blanco había conseguido llegar a las profundidades
de la barranca. Ahí supuestamente fue adaptado por los tarahumaras como un
amigo y alma gemela. Dominaba la invisibilidad y la resistencia ya que aun
cuando había sido visto recorriendo las barrancas, nadie aparecía saber dónde
vivía.
Nuestro protagonista estaba tan obsesionado con encontrar a
caballo blanco que mientras dormía en el sofá del hotel pudo incluso imaginar
el sonido de su voz. De repente abrió los ojos y se encontró con un cadáver polvoriento
con un sombrero de paja.
-Caballo dijo con la voz ronca- el cadáver se volvió y se
sintió como un idiota. Ese hombre no era caballo. No existía ningún caballo.
Todo el asunto era un invento, y él había caído en él.
Entonces el cadáver habló.
- ¿Me conoces?
- Hombre- explotó, luchando por ponerse de pie-. Me alegra
tanto verte.
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